¡Ja!
Que conste que me estoy quitando de la opinión política. Lo de esta columna no puede considerarse sino como uno de los últimos coletazos de un animal moribundo. Pero no quiero opinar, para qué, solo constato por escrito que hay algo que no entiendo. O, para ser más exactos, que me chirría. Hay ocasiones en las que a los políticos les interesa hablar del bien común y entonces van y desempolvan la palabra España y se dirigen a la nación llamando a una colaboración general, sin intereses partidistas, para salir del atolladero. Es el momento en que suelen echar mano de esas expresiones que apelan a la solidaridad sin revestimientos ideológicos: vamos todos en el mismo barco, hay que arrimar el hombro, hemos de remar en la misma dirección. Pero es que cuando todavía no se han secado las lágrimas los más inocentones (entre los que me encuentro), emocionados ante la idea de que por un tiempo el particularismo quede relegado y se atienda a lo esencial y no a lo accesorio, todo vuelve a su ser, al viejo discurso. Vana ilusión.
Para que el Gobierno consiga aprobar las cuentas del Estado de cara al año que viene ha de pactar con quien esté dispuesto a echarle un cable. En principio no tiene porqué ser algo negativo; lástima que el lenguaje de los protagonistas de esos pactos sea chirriante. Esa muletilla de "nosotros aprobamos los Presupuestos nacionales siempre y cuando nuestra comunidad salga particularmente beneficiada" sería escandalosa si no fuera porque los ciudadanos hemos admitido que ese es el lenguaje lógico de los políticos autonómicos. De la misma forma que nos ha llegado a parecer normal que estando el país en una situación tan comprometida como esta se siga considerando primordial cambiarle el nombre a las aguas o a los territorios. Como si fuera un asunto de primera necesidad. Anda que nos iba a cambiar a nosotros la crisis, ¡ja!
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