Una renovación crucial
En la delicada situación en que se encuentra el Tribunal Constitucional (TC), la renovación de sus miembros, que afectará finalmente a ocho de ellos, debe hacerse con todo cuidado. Creo que la Sentencia del Estatut ha sido una respuesta prudente en un contexto nada fácil en el que se habían forzado las cosas hasta extremos poco deseables. Absurdamente, se había puesto en cuestión a la vez la legitimación y la legitimidad de la actuación del Tribunal, equivocando la trascendencia jurídica del Estatuto. Ha hablado el Tribunal, como no podía ser menos tras la interposición del correspondiente recurso, y ha procedido en derecho a rectificar aquellos aspectos en los que el Estatuto rebasaba claramente la Constitución.
No conviene aceptar un Tribunal Constitucional como prolongación del Supremo
Pero dejemos que el tiempo haga su labor apaciguadora y concentrémonos en salvar del mejor modo posible la ocasión presente de la renovación de los magistrados. La pregunta a responder es ¿quién debe ir al TC? No es labor sencilla establecer, más allá de su competencia profesional e independencia, el perfil de magistrado del TC, miembro de un órgano que tiene una difícil posición en el edificio de nuestro Estado. El TC es, en efecto, un órgano verdaderamente jurisdiccional, pues es una instancia cuya función es la resolución con la fuerza del Estado de conflictos de las partes, haciéndolo exclusivamente en términos jurídicos.
Claro que no es un Tribunal más: no lo es por la condición de quienes tienen legitimación para solicitar su intervención; la trascendencia de las cuestiones sobre las que resuelve; y sobre todo por el derecho que el TC aplica y cuya suma interpretación lleva a cabo: la misma Constitución, una norma peculiar, por su estructura, indeterminada o abierta, y por su propio contenido, por decirlo con palabras de Habermas, nutrida de argumentos morales y argumentos concernientes a objetivos políticos. Tan es así que el TC, aun ejerciendo verdadera jurisdicción, está fuera del orden o la organización jurisdiccional ordinaria.
La fortuna del TC depende entonces de que sus miembros eviten incurrir en dos riesgos que desnaturalizarían su condición y le impedirían cumplir satisfactoriamente las tareas que el sistema constitucional le asigna.
Primeramente, del TC no pueden formar parte aquellos cuyas biografías testimonien una parcialidad ideológica manifiesta, por ejemplo, por haber servido puestos de adscripción partidista o política innegable (así, un ex ministro del Gobierno, o cargo asimilable, por ejemplo fiscal general del Estado). Ni quienes antepongan la lealtad a sus convicciones morales o religiosas a la aplicación de la Constitución, que aunque es labor jurídica difícil, resulta posible y deseable.
No se trata de buscar hombres o mujeres neutras o indiferentes ideológicamente, que esto es utópico y por tanto rechazable, sino de preferir a personas que a la hora de argumentar y decidir antepongan la razón jurídica a cualquier otro tipo de criterio. La historia de los tribunales constitucionales muestra que con mucha frecuencia los magistrados adoptan posiciones que no se compadecen con su presunta ideología, ni la voluntad de quienes pudieron proponerlos, alineándose como consecuencia de las deliberaciones en el seno del órgano jurisdiccional, de acuerdo con criterios más técnicos que ideológicos.
Pero otro escollo a superar en la renovación aparece como más peligroso. Cada vez se va imponiendo en ciertos ambientes una idea que descuida la dimensión especial del TC, y se tiende a afirmar su pertenencia en él como un paso más en la carrera judicial, como la culminación de la misma, al tiempo que trata de establecerse la práctica, mala a mi juicio, que querría aparecer como convención, de asegurar al presidente del Tribunal Supremo (TS) el tránsito natural al TC.
La tensión entre ambas jurisdicciones, que es lógico, en sus justos términos, que exista y que no puede acabar ni con la superioridad ni la especialidad del TC, indudables dada la condición de este de garante máximo del orden constitucional, no puede pensarse que quede resuelta a través de un procedimiento que muestre al TS como la antesala del Constitucional. Entiéndaseme bien, no se trata de impedir a los miembros del Supremo formar parte del Constitucional, según una experiencia que hasta la fecha ha enriquecido al Constitucional: lo que no conviene es aceptar un Constitucional como prolongación del Supremo, ignorando, como veíamos antes, que las lógicas de ambas jurisdicciones son diferentes y que el perfil del magistrado del TC ha de tener un relieve que no se compadece necesariamente con la práctica y la actitud del aplicador de la legalidad ordinaria, aun con el grado de competencia, independencia y dedicación de los magistrados del Supremo.
Este riesgo, sin considerar el argumento de que el servicio al TC impone muchas veces dificultades en el trabajo no siempre superables cuando se alcanza la jubilación en el Supremo, llegado el caso creo que incluso podría justificar la fijación de un límite forzoso de edad a la permanencia en el propio TC. En cambio, veo con problemas la propuesta de ocupación vitalicia de los magistrados del Constitucional, que algunos, algo precipitadamente, como otras cosas, copian del gran modelo americano.
Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.
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