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Columna
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Tan nuestro

Hace años que no lo sigo, pero lo quiero. Está tan enraizado en mi memoria que sin él mi vida se alejaría como un pasado imperfecto que se cierra definitivamente. Sin él, cuando dijera entonces sería un entonces sin paliativos, esas viejas historias que se cuentan sobre una realidad que más parece una fantasía que nos arrastrara entre sus brumas. Me aficioné a él siendo muy jovencito, y lo seguía, ya que no tenía edad para más, a través de la prensa y de la radio -lo ven, ya casi empieza a parecer esto una batallita-. Aquellos días, que entonces creo eran de julio, lo primero que buscaba en los periódicos eran las páginas de cine, y había unos programas radiofónicos de sobremesa que se ocupaban de él, y que yo escuchaba con un apetito que no admitía obstáculos.

Después, su historia fue nuestra historia. El cine dejó de ser un entretenimiento, aquel par de horas en las que nos reíamos, nos emocionábamos, llorábamos, hacíamos gamberradas y aplaudíamos los besos, y se convirtió en arte, un medio cultural de primerísimo orden y, naturalmente, un instrumento político. Y él, desvelémoslo ya, nuestro Festival, no escapó a las exigencias que imponíamos a aquel momento histórico ni a lo que, según nuestro criterio, debía ser un acontecimiento cultural. Lo que empezó como una encomiable iniciativa de unos comerciantes y empresarios donostiarras para dinamizar y promocionar su ciudad, se nos convirtió en un acto de propaganda del franquismo. Lo era, sin duda, pero quizá nos olvidábamos de esa otra realidad, de aquella que iluminó sus inicios y que ha estado presente, y lo sigue estando, a lo largo de su historia: era también un deseo donostiarra. Su historia posterior estuvo unida a nuestros avatares políticos, y quizá lo siga estando, aunque cada vez en menor medida. Estuvo a punto de desaparecer en los primeros ochenta, y si resistió entonces...

Estos días se vuelve a hablar de crisis. Ignasi Guardans, director del ICAA, no cuestionaba su futuro, pero declaraba en este periódico que este festival debe repensarse para resituarse entre los grandes. Y ha de hacerlo con restricciones presupuestarias, restricciones que no suelen tener los grandes. Siempre ha tenido que resituarse así. Recuerdo aquellos años en los que el sueño de sus organizadores era alcanzar un presupuesto de un millón de dólares, cifra irrisoria ya entonces, años en los que la crisis no era una conjetura y en los que el Festival estuvo a punto de hundirse. Uno de sus primeros promotores recordaba hace unos días que lo salvó del cierre el estreno de El resplandor de Kubrick. Estuve en ese estreno, en un Victoria Eugenia decrépito. Tal vez sea cierto que lo salvara esa película, pero creo que lo salvó también el fervor ciudadano, ese fervor que promovió la construcción del Kursaal contra vientos y mareas gubernamentales -no iba a ser rentable-, ese mismo que estará llenando las salas estos días para disfrutar de lo que sentimos tan nuestro.

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