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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Nuestra cultura del mal

La simbología es inseparable del fracaso. Es decir, el fracaso necesita ansiosamente de la simbología para inscribirse en la serena racionalidad del tiempo humano.

Esta Gran Crisis económica, tomándola como una fractura o un fracaso imposible, sería diabólica. Se vuelve, no obstante, racional y relativamente humana simbolizándola en las pueriles historias de buenos y malos, de pecados y castigos que merecen su correspondiente y racional sanción. De este modo, la historia puede seguir sin romper el hilo de su coherencia o templanza sucesiva. De este modo, lo ocurrido, por brutal que sea o por extraño que parezca a primera vista, se convierte, mediante la simbología aplicada, en un hecho domesticable puesto que el éxito de la racionalización, a través de las medidas oficiales, conlleva el efecto de una nueva dominación y control.

La simbolización de la catástrofe no detiene la catástrofe. Tampoco actúa como un lenitivo real

Puede ser que el mundo se haya ido de las manos, pero su regreso a la humanidad oficial está garantizado si se asigna un significado simbólico a esa fractura y, en consecuencia, su dureza se vuelve inteligible. Es decir, en lugar de ser terrible y monstruoso lo que ocurre (millones de parados, cierres masivos de empresas) se hace grave pero no monstruoso, capaz de comprensión y solución. Comprensión, especialmente, puesto que la comprensión lo es todo para tratar con el conflicto.

Todo lo que se comprende, se "comprehende". Se encierra dentro de un aprisco de saber sobre cuyo contenido podemos hablar, podemos pastorear y hacer.

Esta crisis, que es una muestra del Gran Accidente a la manera del El gran masturbador de Dalí o las Máquinas célibes de Duchamp, rompe la continuidad del tiempo y de su argumento fundacional. Viene a ser, en fin, como un explosivo exabrupto cuya violencia nos anonada. Es muestra de que el mundo no pertenece sino que responde a unas leyes a las que nunca hemos podido acceder.

Se trataría de un mundo cuya imprevisión sin ley conocida lo presenta como un mundo todavía salvaje. ¿Deberíamos vivir entonces habituados a un mundo salvaje?

Claro que no. De hecho, vivimos en un mundo que niega las fallas, que califica los volcanes o los terrorismos como excepción y niega la que nos mataría de angustia. Para eludir este crimen antirracional nacen los símbolos. Lo que no se entiende racionalmente puede "comprenderse" mediante el recurso al pensamiento simbólico. Pasa lo que pasa y no sabemos verdaderamente su causa, pero llegamos a creer que la sabremos mediante su traducción al lenguaje de los símbolos. Llanamente: sin símbolos consoladores, soñadores, traductores, no se puede humanamente vivir.

El ser humano es un animal simbólico de la misma manera que es un mamífero y la succión de la leche materna resulta equivalente a la succión que el pensamiento social practica sobre los mórbidos pechos del símbolo explicativo.

Parece este un decir filosófico que no interesará a los empresarios y a los gobernantes, a los registradores de la propiedad y a los terratenientes, pero, contrariamente a lo que pueda creerse, el símbolo es la base de la política activa, de la religión, del mundo financiero y del marketing cosmopolita. En uno u otro campo la especulación (mental, dineraria o moral) se empapa de la lactancia simbólica.

No importa que la historia o sus individuos hayan alcanzado la edad de la razón. Precisamente la idea misma de lo que es o no adulto y el sostén de lo que es llamado "racional" poseen una base simbólica. Es así, como en el presente, afrontando el desconcierto frente a la crisis, el balbuceo de los gobernantes zapateros y las políticas contradictorias en medio mundo asumen la desorbitada profundidad del accidente. Profunda y desorbitada.

Se dice: no hemos caído en esta sima por azar, la economía arruinada y los obreros parados no son el efecto de una calamidad inexplicable. La explicación, sin embargo, tiene su amparo en la pueril simbolización de la catástrofe: la codicia, la avaricia, el pecado consumista y la pérdida del temor de Dios.

La simbolización de la catástrofe no detiene, desde luego, la catástrofe. Tampoco actúa como un lenitivo real. Sencillamente, el símbolo actúa como un placebo mediante el cual la catástrofe se engulle o se integra en el devenir de la existencia, unas veces placentera y otras aborrecible. Será así esta crisis -siento decirlo- "una hija de puta" pero viene a ser -como en otros ámbitos terroristas- "nuestra hija de puta". La cultura del malditismo.

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