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Blair sonriente

Nada altera la permanente sonrisa dentífrica de Tony Blair. Como un anuncio de la pasta Colgate, el antiguo primer ministro británico se ríe del mundo. Ha publicado su libro de memorias, A Journey, en el que le sonríe a todos los aspectos de su vida, privada, política interna y política internacional.

Admite, sí, que en privado puede acosar de manera "animal" a su complaciente y, acaso, sufrida esposa. Puede, debido a la tensión de su cargo, beber más de la cuenta. Y en el cargo mismo, debe tolerar a su canciller del Tesoro y eventual sucesor, Gordon Brown, porque es indispensable, aunque intolerable en el trato. No toma las llamadas de Brown; preferiría "un taladro eléctrico insertado en la oreja". Pero se muestra increíblemente débil ante Brown, como si no tuviese, en tanto primer ministro, otras opciones, y cuando, después de frustrarlo con promesas electorales incumplidas, al cabo le cede el paso, es solo para desacreditarlo como un sucesor fallido, incapaz de seguir la exitosa ruta de Blair, quien se retira del cargo para acumular, en un par de años, una fortuna, sin duda merecida, como conferenciante internacional y consultor de bancos y de Gobiernos africanos. Adquiere, además, una casa de campo por casi seis millones de libras.

Las memorias del político británico son la desfachatez con dentífrico
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O sea: está fuera del circuito común y corriente de la ciudadanía a la que dijo representar. ¿Lo estuvo alguna vez? Las memorias de Blair son ilustrativas de un hecho a menudo disfrazado. Blair no necesitaba a la ciudadanía para gobernar. La necesitaba para adularla a la hora de las elecciones, retirándose, en seguida, a un mundo del poder donde lo peor que se puede hacer es hacerle caso al ciudadano. Los asuntos del poder se plantean al nivel del poder mismo, sin ningún contacto con el elector.

Pocos aspectos del Gobierno de Tony Blair demuestran esta lejanía autosuficiente mejor que la relación de su Gobierno con el de George W. Bush en los Estados Unidos. En una de las muchas contradicciones sentimentales de sus memorias, Blair refrenda la validez de su intervención, al lado de Bush, para derrocar a Sadam Husein en Irak. Deplora, enseguida, la "pesadilla" que siguió a la invasión y ocupación de Irak porque no "anticipó" el papel de Al Qaeda en la región.

Asombrosa declaración de fingida ignorancia. El atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, el terrorismo constante de Al Qaeda en la región, nada de esto era atribuible a Sadam y a Irak. Por el contrario, Sadam era enemigo mortal de Al Qaeda y de todo terrorismo que atentara contra su poder. Enemigo, además, de los ayatolás iraníes, Sadam fue aliado de Occidente contra Teherán. ¿A qué horas, pues, se convirtió en el enemigo a invadir y destronar por el delito de poseer armas de destrucción masiva? La invasión anglo-norteamericana demostró que las tales armas no existían. Blair alega que, más tarde, Sadam pudo tenerlas. Dudoso, si se piensa que Hans Blix y la ONU tenían una operación permanente de vigilancia en Irán.

Entonces, puesto que Sadam no tenía armas letales, la justificación invasora a posteriori era que era un dictador. No ruborizo al lector evocando a todos los dictadores apoyados por los Gobiernos norteamericanos. Tan solo en América Latina, bastaría recordar a Somoza, Batista, Trujillo y tras la caída de Allende, a Pinochet, y tras la caída de Arbenz, a Castillo Armas. La oposición a las dictaduras no aparece en el temario de la política exterior anglo-norteamericana. Se trata, entonces, de un desnudo ejercicio de poder, brutal, irracional, sin más propósito que el de demostrar la fuerza.

Alegrémonos: Blair revela que el vicepresidente Dick Cheney, moderado por Bush, deseaba emprender una guerra generalizada contra Oriente Próximo a fin de imponer la soberanía política de Washington. Cheney: un famoso cobarde que se evitó el servicio militar en Vietnam y se escondió detrás de las faldas de su anfitriona cuando por error le disparó a las posaderas de otro cazador.

Sí, hay algo ridículo en estas memorias que con invariable sonrisa presenta Blair. Nada se la borra. Entra a sus presentaciones, sonriente, por la puerta trasera. Debe cancelar, sonriente, la presentación de su libro en Londres. Vuela, sonriente, a Washington en su papel de mediador de paz en Oriente Próximo. Le dona su adelanto de autor, siete millones de dólares, a la Legión Británica de los mismos militares que, con gran dolor, pero sin perder la sonrisa, Blair da como "dinero sangriento", al decir de las familias de los soldados muertos en Irak.

Creo que en la política abundan la desfachatez, el autoengaño y la mentira. Pero jamás con una sonrisa tan dentífrica como la de Tony Blair.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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