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Columna
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Los Caballeros de la Noche

Adolfo Bioy Casares cuenta la historia, ocurrida en el siglo XIX, de una banda de malhechores en Argentina conocida como Los Caballeros de la Noche. Su principal actividad era robar cadáveres en los cementerios para después pedir un rescate. La banda estaba integrada por turcos y españoles, todos ellos muy brutos y muy ignorantes. Sin embargo el jefe que los reclutó debía de ser bastante inteligente porque, aunque no eran más que catorce, dio a cada uno de ellos un número altísimo de identificación; algo así como el 7.439 o el 11.592. Esto hacía creer a todos que pertenecían a una organización poderosa e invulnerable. Cuando les detuvieron y vieron en la comisaría cuántos eran, no se lo podían creer.

En los incendios, ninguno de los Gobiernos ha llegado a la cueva de Alí Babá

El caso es real, porque el comisario que les detuvo era el abuelo de Borges, pero tiene un aire a la historia de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones de las Mil y Una Noches, libro muy querido tanto por el propio Borges como por Bioy. En realidad, parece una parábola de esta sociedad del espectáculo (es difícil dar con una denominación mejor que la de Guy Debord) por donde nos movemos todos como peces en el agua, claro que unos como plancton, otros como moluscos y unos pocos más como tiburones. Y eran precisamente dos tiburones los protagonistas de una magnífica viñeta de Daspastoras. Los dos escualos sacan la cabeza del agua frente a las costas de Galicia y uno de ellos comenta: "Comer se come muy bien; lo que pasa es que llueve mucho".

Los Caballeros de la Noche, en Galicia, aparecen cuando no llueve. Con la lluvia es muy incómodo robar cadáveres y es imposible quemar los montes. Pero aquí el truco del jefe de los malhechores argentinos funciona al revés. En vez de la apariencia de un ejército, lo que nos hacen creer es que sólo son unos pocos locos incendiarios los culpables de los irreparables estropicios. No es nuevo. Ha vuelto a ocurrir con este Gobierno, que no dudaba en acusar al anterior que, a su vez, acusaba al anterior que también acusaba al precedente y así hasta la náusea. Ninguno ha llegado a la cueva de Alí Babá ni a la guarida de Los Caballeros de la Noche y los detenidos no son cuarenta ni catorce sino que se cuentan con los dedos de una mano. Incluso algún inculpado ha sido defendido, como en Fuenteovejuna, por todos sus paisanos en una actitud muy de colegio cuando alguien era acusado de alguna fechoría. En tal situación, siempre salía otro proclamando tajantemente: "Peláez no ha sido, señor". Como es bien sabido, eso sólo se puede afirmar si se sabe quién es realmente el malandrín o los malandrines aunque nadie esté dispuesto a hablar. Es la omertá, La Ley del Silencio de Elia Kazan, 4'33 de John Cage, silencio se rueda y achanta la mui. Chitón y cuento nuevo también por parte de las administraciones a la espera de un relevo que pague el pato. Todo un ejercicio de contención para un pueblo tan parlanchín como nosotros. Entre todos la matamos y ella sola se murió.

Ya tenemos a Mangouras: ¿por qué no le acusamos también de quemar los montes? Nuestros caballeros de la noche en despachos y en la administración de justicia se pueden lavar las manos de una sola vez para quitarse el petróleo y las cenizas, con el consiguiente ahorro en agua y jabón que no están los tiempos para despilfarros. Por muy buena publicidad que fuese, no sería buena idea para ellos contratar a Sherlock Holmes con la misión de llegar al fondo de tan turbios asuntos, porque el detective inglés mantenía que, cuando se elimina lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, es la verdad. Lo imposible, en este caso, es que ardan sólo unos montes determinados cada año, que un incendio con cuatro focos lo haya provocado una ancianita alcohólica o que Ratzinger multiplique panes y peces cuando venga a Santiago. Otras opciones (la de un ejército real de Los Caballeros de la Noche, la de que el Papa coma como un cura cuando venga) son improbables pero no estaría de más echarles un vistazo. Sobre todo, ver comer pulpo o beber una taza tinta a Benedicto XVI puede ser un alivio espiritual muy grande para todos nosotros. ¿Arderán los jardines de Moncloa cuando Feijóo viva allí?

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