Algunos más iguales que otros
Todo parece continuar igual, pero todo está cambiando sustancialmente. A la unión económica europea en ciernes no la conocerán ni sus padres. Ni al sistema financiero una vez se haya completado la tarea reguladora en curso. El deber de España en casi todos los compases de esta movida, como miembro de la triple presidencia encadenada, es empujar con los demás, sin necesidad de marcar perfil propio: en completar Basilea III para reforzar el capital de los bancos; en controlar los productos derivados (sin activos subyacentes) de carácter más especulativo; en apretar más las tuercas a las agencias de calificación (reforma del reglamento comunitario ya existente); en facilitar la entrada en vigor de la nueva arquitectura de supervisión financiera el próximo 1 de enero...
Las sanciones a los incumplidores del déficit deben poder imponerse también a los líderes
Solo hay algo en que debería decir lo que no dicen los demás, y de momento no lo dice bien. Es el proceso de endurecimiento del Pacto de Estabilidad/aumento de la austeridad, por el que se instaurará el "semestre" de vigilancia previa presupuestaria, de manera que los borradores de los presupuestos nacionales serán enviados a Bruselas para conseguir un nihil obstat previo antes que a los propios Parlamentos. Todo ello facilitará un proceso de alerta, control y castigo que posibilitará nuevas y mayores sanciones. Las propuso Alemania ya el 19 de mayo en su tétrico documento Key proposals to strengthen the euro area, postulando incluso entre ellas la retirada al incumplidor de su derecho a voto en las instituciones comunes. El presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, acaba de abundar en ello, con total impunidad. Es un despropósito, porque mezcla churras con merinas: en buena lógica, en el mundo desarrollado, los incumplimientos económicos se saldan con sanciones económicas; y los políticos (como las erosiones a la democracia o las persecuciones racistas), con sanciones políticas. Mezclar unos y otros es mezclar el juego con las reglas del juego democrático.
De modo que la vicepresidenta económica parece acertar más bien poco al negarse a asumir la posibilidad de sanciones económicas (retirada de fondos estructurales, por ejemplo): es lo pertinente si se quiere dar más credibilidad a la apuesta ortodoxa y es lo que propuso para la Agenda 2020 su jefe de filas al iniciar el semestre español. Niéguese mejor a que se retire el derecho al voto, un exceso de rigor tecnocrático que va en contra de la participación democrática. Pero ni siquiera ese es el tema de verdad. El problema es que no todos los Estados miembros de la UE son iguales ante la ley. Si Francia y Alemania vuelven a incumplir el techo de déficit, boicotearán la decisión que las sancione, como ya hicieron en 2003, y luego reformularon vergonzosamente el texto del Pacto en beneficio propio. ¿Quién pondrá el cascabel a París y a Berlín, si son de nuevo quienes incumplen? La alternativa radical sería que el castigo fuese automático, o que fuese impuesto por un organismo meramente técnico: pero un poder coercitivo de amplio alcance carente sin legitimidad democrática directa es de difícil encaje en la opinión. Quizá haya una senda intermedia: dificultar los poderes de los Gobiernos de oponerse a la capacidad sancionadora de la Comisión. O todos los alumnos llegan a convencerse de que, si lo hace mal, el primero de la clase también puede ser suspendido; o mejor eliminar los exámenes, porque sin ese requisito de igualdad son la carcajada general.
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