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Columna
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La jungla de los fanáticos

El fanatismo es una de las más perniciosas lacras de la humanidad. Hay fanáticos por todas partes, en todas las religiones, en todas las ideologías. No hace falta acudir al pastor estadounidense Terry Jones para encontrarnos con ellos. También en España, en el Quijote, fue un cura el muñidor de la quema de libros. Quemar libros es lo mismo que quemar a personas. Desde Gutenberg hasta nuestros días, millones de palabras han sido pasto de las llamas. Tampoco hay que ir al siglo de Cervantes para contemplar estos genocidios. Ahora mismo, además del pastor Jones, hay genocidas verbales esparcidos por todo el mundo.

Solo hace falta darse una vuelta por algunas tabernas y cubículos de Madrid para constatar que hay bastantes personas dispuestas a quemar lo que sea y a quien sea. Eso sí, en Madrid son minoría, pero ahí están, más chulos y gritones que una tormenta. Algunos de ellos esgrimen teorías políticas, pero casi todos se escudan en alguna religión y en su supina ignorancia. La ignorancia y la religión han causado muchos males a la humanidad. No es que las religiones en sí sean malvadas, sino que son utilizadas para conseguir el poder y tener acongojados a los creyentes. La cólera de los dioses es un invento, una falacia celestial. Por eso hay tanta gente a la que la divinidad les importa un bledo, un rábano, un pepino.

La duda metódica y cartesiana debiera ser de obligado estudio desde la educación primaria. Quien no duda tiene todas las papeletas para convertirse en fanático, en apasionado de la estupidez.

Ahora mismo, el mundo está consternado por las estupideces y la violencia de los extremismos fanáticos. Y casi siempre ha sido así. A los fanáticos no hay que quemarlos. Simplemente hay que exigirles que visiten obligatoriamente a un psiquiatra, porque todos ellos están enfermos de gravedad para el resto del mundo.

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