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67ª Mostra de Venecia

Premios justos a Coppola y a De la Iglesia

Carlos Boyero

Algún espíritu tendencioso y malévolo podría pensar que la relación del presidente del jurado Quentin Tarantino con algunos de los premiados ha condicionado poderosamente los galardones que se han llevado sus películas. Tarantino y Sofia Coppola fueron pareja sentimental durante una época y este también ha mostrado en público su interés y su admiración por el cine de Alex de la Iglesia. Pero independientemente de la afinidad artística y personal que el autor de Malditos bastardos mantenga con los anteriores, resulta tan sensato como justo que el jurado haya reconocido el incontestable talento que desprenden Somewhere y Balada triste de trompeta.

El León de Oro a Sofia Coppola premia la enorme capacidad de esa mujer para captar la cotidianeidad en determinados ambientes, para describir con un estilo visual muy potente y un oído privilegiado una forma de vivir, una tipología muy concreta, las personas y las sensaciones que forman parte ancestralmente de su mundo, que conoce hasta la extenuación. El protagonista de Somewhere es una estrella de cine que consume su existencia en un hotel entre rodaje y rodaje poniéndose ciego de todo, utilizando continuamente el sexo con una corte de sofisticadas admiradoras, huyendo de cualquier implicación sentimental, disfrazando su profundo vacío con el lujo que le proporciona su estatus social y profesional, algo que se replanteará cuando después de pasar unos días con su pequeña hija esta le abandone y tenga que enfrentarse a un catártico espejo que le devuelve una imagen que no le gusta. Sofia Coppola retrata muy bien lo que siente este prescindible señor y también la exótica fauna que le rodea. Mi problema es que su angustia y su crisis existencial me resultan indiferentes, que admiro el realismo y los matices que imprime la directora pero nunca me contagian un gramo de simpatía, de tensión, de identificación emocional. Tengo la sensación con el cine de esta mujer de que es sincero y la evidencia de que posee un lenguaje poderoso para reflejar una tipología tan real como vacua, que está muy dotada estéticamente para hablar de la nada. Me fascina su expresividad pero dudo que tenga algo interesante que contar.

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El reconocimiento a Alex de la Iglesia como mejor director y guionista me parece inapelable. La trama simultáneamente terrorífica, surrealista y esperpéntica que desarrolla Balada triste de trompeta, protagonizada por el tenebroso reverso de dos seres cuyo oficio consiste en divertir y hacer felices a los niños, marcados por las relaciones de poder, enamorados de la misma mujer, es tan compleja como inclasificable, combina géneros con deslumbrante armonía, revela una personalidad volcánica y alucinada, te hace reír y te provoca miedo. Ese material literario que identifica las eternas obsesiones, la mordacidad, el lirismo, la alucinación y la tragicómica visión de la existencia de Alex de la Iglesia está resuelta con una brillantez pasmosa al convertirla en imágenes, dirigiendo actores, otorgando violencia, credibilidad, gracia y piedad a un mundo y unas sensaciones perturbadoras. Es una película tan personal como extraña, arriesgada y estética, realizada con alma y talento.

Si hubieran premiado a Vincent Gallo por el insoportable narcisismo y las taras cerebrales que ha vuelto a demostrar en su faceta de creador con la indescriptible Promesas escritas en el agua hubiera sido un escándalo, pero lo han hecho por su trabajo actoral en Essencial killing. Tampoco encuentro una especial brillantez en su histriónica composición de un talibán afgano perseguido por el ejército estadounidense. Gallo pone todo el rato gesto de animal acorralado, devora frutos silvestres y la leche de una mujer que acaba de parir, intenta que su ropaje, su turbante y sus espesas barbas nos hagan creer que es un fundamentalista afgano y no un actor estadouniednse, pasa toda la trama corriendo y suspirando, no pronuncia una palabra. Es un galardón a un trabajo de interiorización psicológica, pero sobre todo a un exhaustivo esfuerzo físico. En cuanto a la actriz Ariane Labed, protagonista de la insustancial y vocacionalmente moderna película griega Attenberg, me cuesta recordar sus presumibles dones histriónicos aunque haya pasado poco tiempo desde que la vi. Todo lo contrario que con la admirable Natalie Portman en Cisne negro, pero como es una estrella del cine estadunidense el jurado debe de haber considerado abusivo otorgarle el indiscutible premio a la mejor actriz.

El Premio Especial del Jurado al polaco Jerzy Skolimowski y otro galardón que acaban de inventarse a la carrera de Monte Hellman supone el reconocimiento a la militancia de esos dos ancianos en el cine independiente, el sello que han tratado siempre de imprimir a sus historias, su empeño por demostrar autoría. Reconociendo que Skolimowski ha hecho algunas películas atractivas y que Hellman siempre ha sido original, ninguno de ellos figura ni de lejos en el panteón de mis dioses. Pero para eso están los reivindicativos festivales, para bendecir a los malditos que debido a su pureza artística nunca triunfaron comercialmente ni conectaron con los bastardos gustos de esa ordinariez denominada gran público.

A excepción de las películas de Sofia Coppola y Alex de la Iglesia y de un par de extraordinarios documentales, lo único grato que ha ocurrido en esta Mostra es la noticia de que su infame director Marco Müller ha decidido abandonar su cargo. Lo que no tengo claro es si se despide con esta edición o va a continuar hasta la próxima. Por infausto que sea su sucesor es imposible hacerlo peor que el tal Müller, alguien empeñado en exhibir sin pausas un cine poblado mayoritariamente por cosas insoportables, en cargarse un festival que durante mucho tiempo mereció la pena.

Quentín Tarantino, presidente del jurado del 67 festival de cine de Venecia, llega a la sede, acompañado del director italiano Gabriele Salvatores, en un 'taxi acuático'.
Quentín Tarantino, presidente del jurado del 67 festival de cine de Venecia, llega a la sede, acompañado del director italiano Gabriele Salvatores, en un 'taxi acuático'.REUTERS
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