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Columna
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La huelga general no es lo que era, pero...

Enric Company

Allí donde haya una fábrica, habrá obreros; donde haya obreros habrá sindicatos, y donde haya sindicatos habrá huelgas y huelgas generales. Huelga general fue durante décadas y décadas sinónimo de barricadas en las calles, de ocupación de fábricas y minas por los trabajadores y de los consiguientes choques con la policía, cuando no con el ejército. Pero de todo esto, que ha sido realidad durante más de un siglo, hace ya mucho tiempo. Y es a todas luces obvio que hoy este cuadro no se corresponde con la realidad social y política.

Tanto es así, que el curso político comienza, como si aquí no pasara nada, con una huelga general convocada por los sindicatos contra el Gobierno. Y nada menos que contra un Gobierno formado por uno de los partidos surgidos del movimiento obrero. Visto desde Cataluña, no es un detalle irrelevante que el detonante para esta huelga haya sido una reforma laboral que lleva la firma de un ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, que, además de miembro del Gobierno del PSOE sea también dirigente del PSC, el primero de los tres partidos que gobiernan la Generalitat desde hace siete años. Un PSC que va a unas elecciones autonómicas en el plazo de dos meses.

La huelga del día 29 enfrenta a la izquierda cuando su mejor activo sería la obra de gobierno conjunta en Cataluña

La huelga general ya no es lo que era en España desde, por lo menos, la primera que los dos grandes sindicatos le organizaron al segundo gobierno de Felipe González, en 1988. Aquella huelga fue un éxito total. Paralizó el país. Y al cabo de un año González y el PSOE volvieron a ganar las elecciones legislativas por mayoría absoluta. Se acabó el mito.

Ya en los últimos años del franquismo se vio que la huelga general había perdido el carácter revolucionario e insurgente que antaño había tenido. Pero entonces era todavía un elemento útil para la acumulación de fuerzas contra la dictadura por parte del movimiento obrero y sus partidos. Después, en la democracia, las huelgas generales han sido algo así como grandes avisos de que los Gobiernos de turno no contaban con el consenso social suficiente en determinados aspectos de su acción. Y poco más.

La pregunta que cabe plantearse ahora, con unas elecciones autonómicas a la vista, es hasta qué punto esa huelga general del 29 de septiembre va a ser una derrota del partido en el que el ministro de Trabajo irá como candidato, el socialista. Al presidente Rodríguez Zapatero y al PSOE les queda todavía un margen de dos años para metabolizar los efectos de la huelga. Al presidente Montilla no. A Montilla le quedarán cinco o seis semanas para convencer a los electores de que la política social del Gobierno que ha presidido merece la reválida de las urnas.

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Además de que para estos efectos la figura de Corbacho no aporte atractivo alguno en un momento de malestar sindical, lo más difícil del envite será, probablemente, una vez más, que Montilla va a intentar convencer al electorado catalán de las bondades de su obra de gobierno en un contexto mediático dominado por la inane dialéctica de la diáspora independentista que, incomprensiblemente, domina el escenario catalán. Al actual discurso nacionalista e independentista le sucede en Cataluña algo parecido a la evocación de la huelga general. No es lo que parece. Pero hacer ruido, lo hace. Nadie piensa que eso vaya realmente en serio, como no sean quienes lo utilizan para lograr otros objetivos. Como, por ejemplo, en el caso de CiU, para desgastar y romper al rival electoral, esa Esquerra Republicana que soñaba con arrebatarle segmentos del electorado nacionalista.

No es, desde luego, la mejor posición de partida para la izquierda catalana. Montilla y el nuevo líder de Iniciativa Verds, Joan Herrera, están obligados a intentar que el objeto del debate electoral sea la orientación social de la Generalitat frente a la alternativa de las derechas. Aunque es cierto que la huelga general ya no es lo que era, también lo es que, a pesar de todo, es un desafío fuerte y, en esta ocasión, enfrenta a los partidos de Montilla y Herrera justo en el momento en el que su mejor activo sería la labor de conjunto de la tripartita izquierda catalana. Pero eso es lo que hay.

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