Porfirio y el Estatut
En la época en que en Cataluña se discutía el nuevo Estatut, la Fundación Alternativas decidió predicar la España plural. Un grupo de frailes federalistas -la cosa tenía mucho que ver con Maragall-, más franciscanos que dominicos, recorrimos España en un apostolado incierto. Desde luego, también se trataba de registrar la atmósfera, de pulsar la opinión que imperaba en plazas no en principio favorables a tales planteamientos como Mérida o Sevilla. También en Santiago tuvo lugar uno de aquellos encuentros. En dónde a nadie se le ocurrió hacerlo jamás, por un misterioso motivo, fue en Madrid, a pesar de que allí -la olla en la que se cuecen más habas- es dónde sería más necesario.
El PP percibió el olor del miedo y lanzó una descomunal campaña contra el cava y todo lo que oliera a catalán
La preocupación más extendida no tenía tanto que ver con la ampliación del autogobierno catalán, ni con las garantías constitucionales con las que el nuevo Estatut quería blindar las competencias de la Generalitat. Carles Viver i Pi-Sunyer, ex vicepresidente del Tribunal Constitucional, al que se le atribuye parte de la redacción del Estatut, rara vez tuvo que argumentar ese mecanismo jurídico. A la gente que acudía, progresista en su mayoría, el federalismo le parecía una hipótesis plausible. Lo que de verdad suscitaba mayores interrogantes era el dinero. El temor a que las nuevas fórmulas de financiación perjudicasen el bienestar de comunidades que en unas décadas han avanzado siglos en relación a su pasado, o, al menos, que así lo perciben.
Si la discusión madrileña es política -es una discusión existencial acerca del ser de España- la atención de los territorios que se juzgan pobres, sin excluir ese acento identitario, pivota sobre ese temor. En Extremadura, en Andalucía y también en Galicia, aunque se diga menos. Ese -el del miedo- fue el olor que percibió el PP. Lo hizo lanzando una descomunal campaña contra el cava y contra todo lo que oliera a catalán. Zapatero reaccionó replegándose, así que se dio, una vez que se negoció con Mas el Estatut, por finiquitada la España plural. La idea era volver a lo que fue el felipismo en este terreno: una negociación día a día con "los catalanes", es decir, con CiU. Fue lo que se hizo, sacrificando a Maragall, introduciendo la vorágine en el tripartito catalán y laminando tal vez al PSC.
Con Cataluña los decibelios subieron hasta lo indecible. El PP obró según el lema "al Tribunal Constitucional rogando y con el mazo dando". Como resultado final parecería que estamos en las postrimerías del XIX, más bien que en el inicio del XXI. Se supone que somos antagonistas del totalitarismo, del fundamentalismo y de la intolerancia y que somos partidarios del diálogo abierto. Que el siglo XX ha tenido lugar y hemos superado las esencias. Sin embargo, en vez de avanzar hacia una teoría del Estado que vaya más allá de Bodino, y de las viejas concepciones de la soberanía, de origen teológico, como recuerda Carl Schmitt, nos encontramos, en ciertas expresiones de los juristas del TC, con un olor a rancio digno de la escolástica más empecinada y plúmbea. La identificación entre Nación y Estado que emana de la sentencia nos devuelve a una época para la que no ha habido pensamiento filosófico de Hegel para aquí. Kimlycka, por supuesto, ni les suena. De tomarla en serio tendríamos que darle la razón al más decimonónico de los nacionalistas gallegos. Los más conspicuos entre ellos no parten de supuestos diferentes. Otros, por fortuna, han oído hablar de cosas como estado compuesto, gobernanza multinivel y federalismo asimétrico.
Lo mismo vale para el pensamiento jurídico expresado en la sentencia. Uno de los magistrados más conservadores, Rodríguez-Zapata, se ha remontado hasta el mismísimo Pentateuco para razonarla. Sería curioso conocer cuáles son los autores que inspiran a los señores magistrados y tal vez ello nos daría alguna luz sobre los raros fenómenos que ocurren en esa casa. Tal vez nos llevaríamos una sorpresa. De momento, ya nos la han dado, cerrando vías: en las lecturas que se hacen desde Cataluña se subraya que lo que el TC ha hecho, llevado por el temor a una España federal que reconozca su pluralidad nacional, es elaborar una sentencia preventiva, que intenta agostar ese camino. El politólogo Raimundo Viejo lo dice así: "La sentencia constituye un plegamiento identitario que se hace explícito en la persistente alusión a la 'indisoluble unidad de la nación española". Es, por otro lado, un repliegue anacrónico: estamos en la Unión Europea y los estados, que al fin y al cabo cedieron poder por arriba a Europa sin tantos miramientos, podían conformarse internamente apelando a fundamentos menos metafísicos o a argumentos menos peregrinos que los del árbol de Porfirio: aquello de que España es el género y Cataluña la especie. Pero eso es lo que ha dado de si el TC. Y para eso cuatro años.
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