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Columna
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¡Aquel Madrid! Medio siglo prodigioso

Imagino que por pereza mnemotécnica computamos las edades con cifras redondas, más memorables que los acontecimientos. El hombre lleva ya la tira de siglos sobre la Tierra y los grandes eventos quedan desvanecidos por el paso del tiempo, gran borrador de todo. El fuego, la rueda, el sextante, la pólvora fueron los grandes hitos, pero han existido descubrimientos, a veces casuales, que han revuelto a la humanidad y, por su enorme número, ni siquiera sentimos curiosidad por los orígenes. En estas croniquillas escritas de memoria, sobre los años cincuenta, descubrimos que aquella fue una época portentosa para el Madrid de los cincuenta y nos sorprende la multitud de novedades que cambiaron nuestras vidas.

Cualquier avance necesita un combustible: el dinero
En los 50 llega el nylon, la fibra milagrosa que revoluciona el textil

Poco a poco, con tenacidad, porque una de las potestades humanas es la supervivencia, encontramos el voluntarioso renacer de una ciudad muy dañada. Aparecen inventos que nada tienen que ver con la actividad más antigua, la guerra, de muy mala prensa pero a la que se deben la mayor parte de los avances de la humanidad. Los puentes, la medicina, el ferrocarril, la ciencia, las comunicaciones, la industria espacial son descubrimientos estratégicos, en su origen. Cualquier avance necesita un insustituible combustible: el dinero para investigar y está claro que en los presupuestos estatales, el de la defensa -y el ataque- estaban bien surtidos y eran preferentes.

Pero hablamos de Madrid en los cincuenta. En ese periodo llega el nailon, la fibra milagrosa que revoluciona la actividad textil. Se había descubierto en Estados Unidos, el año 1938, y la factoría Du Pont, fabricante de artículos femeninos, lo desarrolla y regala a las mujeres de entonces las medias que no se deshilachan. Durante la II Guerra Mundial fabricó aviones bombarderos, tanques y cañoneras. Un martirio recoger los puntos, un quehacer en los hogares modestos para remediar y remendar "las carreras". En el costurero femenino no faltaba el huevo de madera o de cualquier otra materia, para la necesaria reparación. En las mercerías se ofrecía aquel ingrato trabajo: "Se cogen puntos a las medias". Y, ya liberadas del inhumano corsé, el nailon sustituyó a la prenda intermedia, la faja de caucho o de goma una tortura durante los calores. Las ligeras y moldeables fajas contribuyeron a la comodidad de las señoras, y las medias de seda quedaron como reliquia suntuosa de las muy elegantes, que disponían de muchos pares. Tras una corta convivencia, el liguero sustituyó a la faja y en cualquier fémina se sospechaba un paraíso erótico de lencería vedada.

Hasta entonces, Madrid, sobre todo en tiempo de canícula, olía mal. Olían mal los madrileños y parece que estaban acostumbrados a sentir el sudor en las aglomeraciones del metro y de los tranvías. Pero también empezó a popularizarse, de un lado, la ducha, ya de instalación obligada en toda casa nueva, pues no está demás reseñar que muchos pisos suntuosos, de 150 o 200 m2 solo tenían un cuarto de baño y las familias se lavaban por turnos. No era suficiente hasta que se generalizó el desodorante, de utilización parsimoniosa, por la realidad de que la persona no percibe los propios efluvios.

Más novedades. Por regla general las mujeres no se afeitaban los sobacos más que en verano, en las playas o la minoría que llevaba vida de relación y vestidos escotados. Lugar crítico pues -según recuerdo haber escuchado a una amiga crítica- es difícil poseer un nido atractivo bajo el hombro. La edad volvía aquel vello lacio y antiestético. Solo las italianas -incluso actrices, modelos y personajes de la sociedad- lucieron ese natural absorbente de la transpiración. Hoy, para quienes esas visiones paradisíacas parecen soñadas, vemos a las mujeres como maniquís de escaparate o muñecas peponas, drásticamente depiladas. La moda de hoy, con pantaloncitos veraniegos apenas por debajo del ombligo son como tatuadas hojas de parra con perneras.

Empezaron a escasear las chicas de servicio, excedentes de los pueblos, que casi por la comida y poco más, llegaban a la ciudad liberadas. Marcharon, a París, nada menos, y pusieron de moda la boniche espagnole, sumisa y barata hasta que los curas de la Rue de la Pompe las concienciaron hacia la revuelta salarial. También para los madrileños acabó aquella reminiscencia medieval y esclavista. El año 1957 nos sacudimos la tutela de los Ford, Renault, Citroën y Volkswagen y ocupan las calles los diminutos y entrañables Seat 600. Un salto de gigante que marca otra etapa en la historia de España y de Madrid.

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