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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Morir en la Loveparade

Resulta necesario investigar a fondo las responsabilidades de la tragedia de Duisburgo

Pasará algún tiempo antes de que se conozcan con certeza las circunstancias de la tragedia del fin de semana en Duisburgo. Pero ya es posible concluir la irresponsabilidad y la incompetencia de los organizadores, en todos los niveles, de una fiesta que se ha cobrado por el momento 20 vidas, entre ellas las de dos españolas, y ha dejado más de 500 heridos en la ciudad alemana del Ruhr. Las explicaciones iniciales de las autoridades, que el domingo desaprovecharon la oportunidad para admitir errores y asumir responsabilidades, echan balones fuera sobre una estampida humana que nunca se habría asociado con un país tan organizado y estrechamente regulado como Alemania.

Ninguna de las preguntas más importantes a propósito de la catástrofe tiene por ahora respuesta satisfactoria. ¿Tenían las autoridades de Duisburgo, de 500.000 habitantes, un plan de seguridad adecuado? ¿Pensaban, de tenerlo, que serviría para manejar a más de un millón de personas en un recinto abiertamente insuficiente? En el colmo de lo surreal, los organizadores de la que ha venido a ser la última fiesta de estas características en Alemania, decidieron no parar la juerga hasta seis horas después del desastre, aludiendo a razones de seguridad. Razones de seguridad bien entendida fueron las que llevaron a la vecina Bochum a suspender la edición anterior del festival de música tecno, por considerarlo un riesgo inaceptable. El alcalde de Duisburgo, el democristiano Adolf Sauerland, habría hecho bien en seguir este ejemplo, en vez de echar en saco roto las advertencias de sus mandos policiales.

Las Loveparade arrancaron en Berlín, en 1989. Eran fiestas masivas, de gente joven, de excesos. En ese contexto han sonado a burla las primeras explicaciones de los responsables locales culpando a un grupo de haber provocado el desastre por subirse a una escalera de incendios, desde la que, por cierto, algunos cayeron al vacío. Bastaría haber analizado ediciones anteriores; haber visto un vídeo con muchachos bailando sobre camionetas, colgados de farolas o subidos a cualquier plataforma para no creer que, esta vez, decenas de miles de ellos iban a permanecer apaciblemente aprisionados en un túnel durante horas. Lo que cabía esperar de tal situación es que muchos empujaran, que trataran de entrar, que derribaran vallas y treparan por rampas y escaleras.

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Las grandes masas son siempre peligrosas y de gobierno difícil. Pero cuando son convocadas a un acontecimiento sancionado por las autoridades, cada uno de sus integrantes debería poder confiar en la protección y en la previsión de quienes lo autorizaron y lo promocionaron a bombo y platillo para hacer caja y dar fama a la ciudad. Duisburgo y Alemania son estos días sinónimo de gravísima negligencia. La investigación hasta las últimas consecuencias ordenada por la canciller Angela Merkel debería servir, si no para consolar, al menos para llevar a las familias de las víctimas algún sentido de la justicia.

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