Se acostumbra uno a todo

Cuando la guerra se convierte en una cosa de todos los días, se le pierde el respeto. Fíjense en el soldado de la izquierda de la foto, que ha salido a combatir en chanclas y calzoncillos, como el que se acerca a la nevera de casa a por una cerveza. ¿Alguien le ha dicho que se ponga algo más decente para matar al enemigo, o para ser muerto por él? Pues no, esto es lo normal, del mismo modo que si compartes piso con tu cuñado, aceptas que puedes encontrártelo en camiseta de tirantes saliendo del dormitorio o del cuarto de baño. La postura del compañero de la derecha indica que no hay moros en la costa. Observen, si no, el relajo con el que apoya el pie derecho, calzado con una zapatilla deportiva, en la roca (quiere decirse que el de los paños menores no ha sido arrancado violentamente de la cama debido a un ataque inesperado). En cuanto al tercer miembro del comando, tiene prácticamente medio cuerpo fuera de la trinchera porque se ve que hay calma chicha. Pura rutina bélica, en fin, el pan nuestro de cada día. Se acostumbra uno a todo: al horror, a la muerte, a los madrugones, al ruido de los obuses o de los helicópteros Llega un momento en el que vas a la trinchera como el que sube a la oficina. A ver qué toca hoy. Si ese pobre chico norteamericano fuera devuelto mañana a su hogar en una caja de madera, lo despacharían con unos funerales de atrezzo y una medalla de todo a cien. Pertenece, como la mayoría de los soldados estadounidenses en Afganistán, a las clases más desfavorecidas. Probablemente, su madre es una inmigrante ilegal. Se ha dado algún caso.

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