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Columna
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Conocimiento

Ya la vi en los primeros días que recuerdo. Al principio la gota estaba a una altura inalcanzable: en las cimas de los grandes árboles, pendiente de una hoja invisible. La distancia no difuminaba la imagen, y percibí en su interior algunas palabras borrosas. Con el sol del verano la gota de agua aparecía sin sujeción en el horizonte.

Conforme crecí la gota descendió hasta el alero de un tejado. Mis años fueron el imán que me acercaba a una esfera de palabras siempre ilegibles. Llegaron los días violentos de la juventud y ella los acompañó desde una tapia. En la edad que precede a la vejez la encuentro suspendida de los arbustos y hierbas. Solitaria, sobresale incluso en medio de la lluvia.

Los viejos no caminan con lentitud por culpa de la carga del tiempo; sólo intentan no pisar la gota de agua caída al suelo de los últimos caminos que recorren. Hasta que los pies cansados rompen esa pequeña bolsa líquida. De ella salen libres las palabras indescifrables cuyo significado, por fin esclarecido, nadie puede transmitir.

Ladrón de palabras

Inventé excusas y tuve la llave para abrir la puerta del colegio. Terminadas las clases, vi el aula silenciosa y, sobre la mesa del profesor, un diccionario que deslicé en mi cartera. Los remordimientos aumentaron el peso del libro.

A la noche me encerraba en una habitación de mi casa y extraía la única obra de la biblioteca. Pero pronto la leí en presencia de la familia, y los padres creyeron que hojeaba un volumen de aire entre sus útiles de trabajo. Solamente la hermana se dio cuenta de la caída de unas páginas, descosidas como mi conciencia después del hurto.

Llegaron entonces los malos sueños en que una rebelión de niños abría las tapas grises y duras del tomo, patrullaba con ira por los caminos de los verbos, tomaba al asalto las ciudades del vocabulario y dejaba un campo de ilustraciones y etimologías incendiadas.

En otras pesadillas, el placer de descubrir la palabra tundra contenía la sombra de mis amigos atrapados en el hielo y el musgo. Sus cuerpos rodaban por una ladera en el vocablo alud. O padecían sed cuando me alegré por el conocimiento de la voz estepa. Escribí frases cuyos significados se hundían si pensaba en los compañeros de escuela a los que privé del libro.

El robo fue germinador. En unos meses conseguí comprarme varias novelas de Pío Baroja y con las expresiones aprendidas hice mi refugio.

El diccionario envejeció conmigo. No devolví esa llave de culpa y felicidad. -

Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) ha publicado recientemente La nota rota (Hiperión, Madrid, 2009. 224 páginas, 15 euros).

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