El tiempo de nadie
Aún quedan banderas de España colgadas en los balcones, ondeando sobre el capó de los coches entre el aire socarrado de julio. Como una tarjeta de felicitación de San Valentín tirada en una acera el 20 de febrero, con una especie de melancolía y de emoción exhibe Madrid los restos de su excitación mundialista. Hoy es el día de después. Esta es una ciudad flotando en un tiempo indeterminado, es la posdata de un mes encendido de fútbol, es la víspera de un agosto de cenizas.
Durante esta segunda quincena de julio Madrid es un planeta extraño. Ya contagiado de la vacuidad del mes siguiente, se perciben dilatados espacios en la Castellana, en el patio de butacas de los cines, en la sección de perfumería de El Corte Inglés. Está metamorfoseándose. Madrid está convirtiéndose en la urbe despreocupada y liberada de sí misma que resultará en agosto, riéndose de quien fue, jugando a ser un lugar apacible con plazas de aparcamiento y terrazas chic, divertida con el disfraz de capital pequeña y accesible, falsamente entregada a quienes se queden presos en su asfalto.
Madrid da la impresión de ser una ciudad de seguidores del balón sin un equipo al que seguir
Sin embargo este no es aún el Madrid vacacional y, desde luego, tampoco el del mes mundialista. Quizá por eso hoy es más insólito que nunca este limbo entre la exaltación pasada y la calma por venir. El fútbol es vida. Incluso quienes no habían respirado todavía su energizante perfume probablemente lo hayan hecho durante la Copa del Mundo. Ya es innegable su poder de seducción, de contagio. Madrid se ha entregado a la gran fiesta de la selección, al jolgorio inmediatamente posterior a la final y al paseo triunfal del día siguiente, como lo ha hecho durante todo el campeonato al vértigo de cada eliminatoria. Y ahora da la impresión de estar exhausta. Una ciudad de seguidores de la selección, de apasionados del balón sin un balón ni un equipo al que seguir.
Pronto empezarán los partidos de pretemporada, esos duelos romos que observamos en las teles pequeñas de los apartamentos playeros durante noches incandescentes, picando algo en la terraza mientras invisibles en la lejanía estallan petardos, ladridos y risas infantiles. El fútbol se disfruta cuando nos jugamos el pescuezo pero también cuando el corazón está a salvo. Fue gozoso presenciar la tanda de penaltis entre Paraguay y Japón para dilucidar nuestro rival en cuartos de final. O aquella locura de último minuto entre Ghana y Uruguay. Es grato contemplar resguardado de infartos el pulso entre la vida y la muerte ajena, saborear la emoción del todo o nada, del dramatismo del deporte pero con los latidos calmos.
Pero ya se han apagado los estadios, se han callado las vuvuzelas, se han recogido casi todas las telas rojigualdas de los balcones. El recuerdo es fabuloso, perdura un eco glorioso, pero nadie puede evitar el sabor a final. Johanesburgo, engalanado de banderas internacionales, de carteles promocionales del Mundial, de publicidades alusivas a la Copa del Mundo, hoy es una ciudad fantasma. Se fue convirtiendo en un espectro, en un esqueleto de ilusiones a medida que los equipos iban cayendo. Los restaurantes de Mandela Square se desertizaron, el tráfico hacia el Soccer City se redujo, el frío empezó a invadir la capital donde seguían ondeando a los costados de la autopista los escudos de países derrotados para siempre tras un pitido fatal.
Hay algo de derrota hoy también en Madrid. Quizá, tras un gran triunfo, todo se parece en algo al vencimiento. Una ciudad de nadie, una ciudad sin enfoque, sin nervio, sin siquiera relax. Hay un silencio sombrío que baja por María de Molina y se dispersa por las arterias del centro. Un silencio caliente que agita las banderas huérfanas de los balcones, de las antenas de los coches que caen abatidas durante las pausas de los semáforos como un fusilado.
Hemos ganado el Mundial. Varios anuncios en las marquesinas de los autobuses recuerdan la gran gesta y siguen dándonos la enhorabuena a todos. Es cierto que hubo un momento en que sentimos que la gloria nos pertenecía, que todos cruzamos a la red ese balón en los últimos minutos de la prórroga. Pero hoy ya vivimos en otro tiempo, en otro partido. En un duelo que dura 15 días, hasta que llegue agosto. Estamos en un Paraguay-Japón, en ese encuentro de pretemporada que no le importa a nadie.
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