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LA COLUMNA
Columna
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El arte de la interpretación

Hace años, el presidente Jordi Pujol repitió en varias ocasiones que el Estado de las Autonomías llegaba a un final de etapa y que era preciso, para alcanzar el nivel de poder político exigido por Cataluña, entrar en un periodo que "con o sin reforma constitucional fuera poco o mucho constituyente". Y como la Constitución, aunque difícil de reformar, era ambigua y susceptible de diversas interpretaciones, Pujol animaba a su relectura por medio de una nueva "formulación estatutaria". En resumen, que los obstáculos para una reforma constitucional se podían superar procediendo a una reforma del Estatuto que, releyendo la Constitución, dotara a Cataluña de mayor nivel de poder político.

Jordi Pujol abandonó este proyecto cuando en noviembre de 1999 solicitó el voto de los 12 diputados del PP para obtener su sexta investidura. No reformar el Estatuto fue una de las bases del acuerdo firmado entre CiU y PP, un acuerdo que puso en evidencia lo que ya estaba claro: que la relectura de la Constitución por el procedimiento de reforma de los estatutos dependía de la correlación de fuerzas entre partidos políticos. Pasqual Maragall, que obtuvo más votos pero menos escaños que Pujol en aquellas elecciones, tomó buena nota: cuatro años después, también en minoría, se volvió hacia su izquierda para firmar un pacto de gobierno que reabría el proceso "poco o mucho constituyente" allí donde Pujol lo había abandonado: puesto que la Constitución era difícilmente reformable, reformemos el Estatuto negando al PP el pan y la sal.

Este acuerdo para la formación de un "Gobierno catalanista y de izquierda", fue el origen de la larga, conflictiva y frustrante carrera por la adopción de un nuevo Estatuto, que en el pacto del Tinell estableció como primer punto "la consideración constitucional de la Generalitat como un Estado". Cómo podría llegarse a tan elevada meta sin proceder previamente a una reforma de la Constitución era un misterio que los firmantes no aclararon. En todo caso, el PSC y sus socios creían, en diciembre de 2003, que era posible hacer de la Generalitat un Estado por medio del ejercicio del poder estatuyente, detalle que tal vez desconocía el candidato Zapatero cuando se comprometió a apoyar hasta su última gota de sangre el proyecto de Estatuto que acordara el Parlamento de Cataluña.

Maragall recuperó la estrategia de Pujol, pero no habló de relectura sino de "profundizar en el carácter federal, plurinacional, pluricultural y plurilingüístico del Estado español" atribuyendo a la Constitución de 1978 el carácter de "pacto originario" que habría de desarrollarse en esas cuatro direcciones. Naturalmente, las cuestiones relativas a quién correspondía emprender los trabajos de profundización, concretar su alcance y determinar hasta dónde y en qué dirección había que profundizar estaban resueltas antes de formularse: a las dos partes contratantes, Cataluña y España plural.

Las tensiones y conflictos derivados de la vía elegida prueban bien que estamos ante un problema -ese problema que tiene España al que se refiere Miquel Roca- mal planteado desde su inicio: acudir a la vía estatutaria para modificar los términos del pacto originario porque resulta imposible abordar una reforma de la Constitución; confiar entonces el alcance de una solapada reforma constitucional a la cambiante relación de fuerza entre partidos y resolver, en fin, por medio de una negociación bilateral cuestiones que afectan a la totalidad del Estado. Mal planteado y todo, el nuevo Estatuto siguió su curso y fue refrendado por un tercio de los ciudadanos de Cataluña.

Pero expulsada la oposición de la revisión estatutaria del pacto constitucional originario, era lógico esperar que el texto aprobado vendría a tropezar con el órgano encargado de revisar la constitucionalidad de las leyes. El tropiezo, bien mirada la sentencia, ha sido menor aunque por afectar a valores simbólicos produzca vértigo. Por ese lado, sin embargo, no llegará la sangre al río: el PP, que tiró la piedra, esconde ahora la mano por lo que el futuro pueda deparar y el PSOE promete recuperar por la vía legal lo tachado en la vía estatutaria. Lo complicado es que la sentencia, abrumadoramente interpretativa, reafirma la convicción de que todo es interpretable, y por tanto negociable, dependiente, pues, de la correlación de fuerzas. Y este sí que es el problema: que la puerta, nunca del todo cerrada, se ha abierto de par en par para delicia de los especialistas en el arte de la interpretación y demás adictos a las tertulias.

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