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Columna
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Orgullo moral

A principios de esta semana los medios se hicieron eco de una noticia aparecida en el The Times of India según la cual una abogada del país había pasado por el quirófano para cambiar de sexo, con el objetivo de evitar así un matrimonio forzoso concertado por su familia. Dijo que prefería convertirse en un hombre antes que seguir padeciendo los sufrimientos que comportaba su condición femenina.

Aunque el camino utilizado por la joven me parece excesivo, comprendo los sentimientos que la impulsaron a querer dejar de ser mujer. Cuando yo tenía 15 años, también deseaba a menudo haber nacido hombre. O, mejor aún, ser chica en una sociedad radicalmente distinta de la que me había tocado en suerte.

Se trata de proteger los derechos de un ser humano que de ninguna forma puede ser considerado sólo una incubadora

Entre otras, había tres cuestiones que me aterrorizaban. Una: ser violada por un tipo y, encima, ser obligada a casarme con él (según el código penal de la época, el violador podía eludir la cárcel si llevaba a su víctima al altar). Dos: quedarme embarazada antes del matrimonio y que mi padre me matase de una paliza. Tres: que, en el momento del parto, mi vida y la del feto corriesen peligro y que, siguiendo los dictados de la Iglesia católica, se optara por salvar la del todavía nonato.

Nunca pensé en transmutarme en hombre, pero siempre deseé una legislación que respetara mis derechos y me viera en igualdad de condiciones con el varón.

Ahora tenemos leyes de este porte, contra las cuales se manifiestan ciertos especímenes conservadores del país, que pugnan por ponerles cortapisas, lo que, consecuentemente, haría retroceder los derechos de las mujeres. Es el caso de la nueva ley del aborto, que debería ser una realidad ya en toda España y que, sin embargo, está topando con conatos de insumisión en las comunidades autónomas gobernadas por el PP, que hubiera querido mantener en suspenso su aplicación hasta conocer la sentencia del Tribunal Constitucional.

Y es que los populares interpusieron a principios de junio un recurso contra esta ley, de la que impugnan nueve artículos. A finales de junio, el TC lo admitió a trámite, aunque anteayer rechazó, por un solo voto a favor, paralizarla. Lo que significa que, por el momento, incluso las comunidades gobernadas por gentes contrarias a la nueva legislación estarán obligadas a aplicarla.

Cuando Federico Trillo, el coordinador de Justicia y Libertades Públicas del PP, denunció la ley, declaró que ésta "deja totalmente desprotegido al no nacido frente a los derechos de la madre". Y, verán, no se trata de desproteger al nasciturus, que a las pocas semanas de gestación es un conjunto de células sin autonomía y dependiente del útero en el que se aloja para poder respirar y alimentarse, sino de proteger los derechos de alguien -la madre-, que es un ser humano pleno y autónomo, y que de ninguna forma puede ser considerada sólo una incubadora.

Las personas progresistas estamos a favor de la ley. Yo, por diversos motivos ideológicos, entre los que se encuentra mi terror de jovencita: ser vista como una mera máquina de reproducción al servicio de los intereses del patriarcado, lo que le ha ocurrido a la abogada india.

Algunos populares -confío en que no todos- están convencidos de una superioridad moral, la suya, que les lleva a imponer sus ideas, por las buenas o por las malas, al resto de la ciudadanía. Este razonamiento es el que motiva un cambio de perspectiva en Wilbur Larch, el protagonista de la novela de John Irving Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra, un médico obstetra que, a partir de un suceso, decide no sólo contribuir a traer criaturas al mundo sino ayudar a interrumpir el embarazo a las mujeres que así lo decidan. Este es el suceso: el doctor asiste la agonía de una mujer, con el útero perforado y una hemorragia interna, a la que no quiso, dos días antes, practicar un aborto. Aunque el médico de guardia le felicita por haberse mantenido firme en sus convicciones, Larch no se siente satisfecho con su actuación. Se dice: "Si el orgullo es pecado, el mayor pecado es el orgullo moral".

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