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El debate de la nación más crítico
Columna
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El contexto

Josep Ramoneda

En democracia, cuando una gesta deportiva adquiere una dimensión política más allá del carácter festivo y tumultuoso del acontecimiento, acostumbra a ser síntoma de alguna inseguridad o algún malestar de fondo. Tenemos un ejemplo recurrente cerca: Cataluña ha sublimado, a menudo a través del Barça, su condición de nación no perfeccionada (es decir, sin Estado propio). Y, sin ir mucho más lejos, nuestros vecinos franceses, cuando su selección ganó el Mundial la proclamaron emblema de la Francia de la diversidad. Poco después estallaron los barrios periféricos de las principales ciudades del país y se abrió un insólito debate intelectual. La nación por excelencia se preguntaba: ¿qué es ser francés?

La crisis de futuro tiene que ver con la pérdida de la hegemonía ideológica de la izquierda europea
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El contexto inmediato del debate del estado de la nación viene determinado por este momento de ilusión que se ha construido, a través de la selección española, como un espejismo en medio del desierto de la crisis. A través del debate la cruda realidad volverá introducirse en las portadas de los medios de comunicación después de unos días de cacofonía patriotera.

Los políticos, siempre dispuestos a demostrar que la capacidad de hacer el ridículo de los humanos es infinita, se han montado a la ola futbolera, enzarzándose en discusiones grotescas como, por ejemplo, si Rajoy es o no es equiparable a Del Bosque. Los políticos se han agarrado de la selección en busca de empatía con la ciudadanía, y se han puesto ellos mismos la soga al cuello alentando una comparación entre virtud futbolística e incompetencia política que no tiene pies ni cabeza.

Pero este despliegue de metáforas futbolísticas sobre la realidad social es sintomático de lo que en el fondo se querría hacer olvidar: que el debate del estado de la nación de este año se realiza en el contexto de cuatro crisis: crisis económica, crisis de futuro, crisis ideológica de la izquierda, crisis del Estado autonómico. Con todo esto apechugará Zapatero toda la legislatura, con poca o nula disposición por parte de los demás de echarle una mano. Para ello, La Roja le servirá de poco, a lo sumo, para descalificar el catastrofismo del PP, mientras dure la resaca.

Evidentemente, la crisis económica acaparaba la atención política. Y los tumbos dados por Zapatero desde que empezó son y serán tema de preferencia de la oposición. Pero por raros mecanismos de la psicopatología colectiva, desde el momento en que Zapatero ha apretado las tuercas con el ajuste se diría que la ciudadanía ha empezado a hacer de la crisis una normalidad.

Esta sensación de normalización, o, si se prefiere, paulatina adaptación a la crisis -que se equivocaría el Gobierno si la considera como aceptación ciega de sus políticas y la oposición si siguiera aumentando los decibelios de sus discursos- es, al mismo tiempo, la expresión de una segunda crisis: la crisis de futuro. La sensación de falta de horizonte. Hemos vivido unos años frenéticos montados en una especie de presente continuo que, en la quimera de la abundancia, no necesitaba ni de pasado ni de futuro. De pronto, el tiempo se ha parado. Abrir la ventana al futuro, demostrar que hay algo fuera de esta habitación sin vistas, es el proyecto político que la ciudadanía agradecería y que no se ve por ninguna parte.

Esta crisis de futuro tiene mucho que ver con la pérdida de la hegemonía ideológica por parte de la izquierda europea. La socialdemocracia no ha tenido respuesta propia a la crisis. Zapatero intentó marcar con sello de izquierdas su política hasta que este ente de sinrazón llamado los mercados le obligó a la rendición. El futuro se hace para muchos más inquietante en la medida en que los que nos metieron en la crisis -el poder financiero- pretenden pilotar la salida de la misma, acabando con cualquier pretensión reguladora desde la política.

A estas tres crisis se suma la del Estado. La sentencia del Tribunal Constitucional ha impuesto el cierre del Estado autonómico, confirmando la crisis política que se venía gestando desde que el Partido Popular inició el proceso de rechazo al Estatuto. La manifestación de Barcelona la corroboró al día siguiente: cualquiera que haya seguido la vida política catalana desde la manifestación del 77 hasta la del sábado, constatará un cambio de escala.

La opción autonómica se da por perdida: federalismo o soberanismo, esta es la cuestión. Zapatero abrió la ventana de la España plural, después se asustó presionado por el PP y se instaló en su creencia de que hay una armonía natural de las cosas que acaba resolviendo los problemas.

De momento, ninguna de las cuatro crisis parece que vaya a solucionarse por sí sola.

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