La nueva batalla de El Alamein
Los beduinos del noroeste de Egipto conviven con minas de la II Guerra Mundial mientras su entorno se convierte en un centro turístico
Sus ojos son apenas un pellizco de piel arrugada. Un montón de pestañas negrísimas agolpándose en un muro de oscuridad bajo el sol que se oculta imperceptible al final de un manto de arena inabarcable. El turbante y la galabeya blanca le dan el aire de solemnidad que poseen los hombres del desierto, pero su vacilante caminar guiado por cuatro chiquillos que tiran de sus mangas le muestra vulnerable. Sultan Halebaa ofrece al aire una mano mutilada y se aferra a la que se le tiende clavando en ella los restos de falange amputados. Después se recoge la túnica, se agacha y remueve la tierra con los dedos que aún conserva: "Estaba preparando té. Moví la arena para encender el fuego y todo estalló".
El Gobierno puso en marcha en 2007 un plan para limpiar la zona
La costa noroeste se ha convertido en un lugar atractivo para las petroleras
No recuerda mucho de lo que ocurrió después, solo que tuvieron que cortarle varios dedos de las dos manos y que nunca pudo volver a ver el mar de estrellas que solía mirar cada noche. Era el año 1942. Los aliados acababan de conseguir su primera gran victoria sobre el eje italo-alemán en lo que se conoce como la segunda batalla de El Alamein, que marcaría el rumbo de la contienda al acabar con las aspiraciones nazis de hacerse con el norte de África. La espontaneidad de Erwin Rommel, el Zorro del Desierto, contra la eficacia disciplinada del británico Bernard Montgomery. Más de 80.000 bajas entre muertos y heridos.
Pero las últimas víctimas de la II Guerra Mundial no están en ninguno de los mausoleos que los contendientes erigieron en El Alamein, 100 kilómetros al oeste de Alejandría, junto a la costa de aguas turquesas de Egipto. Sus nombres no figuran en lápidas de mármol, pero sí forman parte de un registro, aunque este no se guarde en el cementerio de la Commonwealth. Podrían llamarse Ahmed, Abdalá o Fatma y fallecieron durante los primeros seis meses de 2010 en lo que aún es el campo de minas más grande del mundo.
"Hay 16,7 millones de bombas en una extensión de 2.480 kilómetros cuadrados. Eso quiere decir que no se puede acceder a casi el 22% del territorio de Egipto", explica Fathy el Shazly, responsable del proyecto de desarrollo y descontaminación de la costa noroeste. Este plan del Gobierno egipcio intenta, con el apoyo de Naciones Unidas y una inversión de 1,8 millones de euros, limpiar la zona e implementar un plan que incluye la construcción de una nueva El Alamein, "que podrá albergar a más de 1,5 millones de personas y crear más de 340.000 nuevos empleos", concluye. Desde 2007 se han limpiado 130 kilómetros cuadrados y 300.000 artefactos, el 5% del total. Un optimista El Shazly asegura que habrán acabado en 2014.
Pero, ¿por qué ahora? Durante más de cuatro décadas, El Alamein cayó en el ostracismo. En 1981, un año antes de que Abdel el Gamil, un beduino de 38 años, perdiera todos los dedos de su mano izquierda mientras jugaba, el Ejército empezó a retirar minas. "El día después de mi accidente vinieron con detectores y barrieron una franja de tierra tras la casa de mis padres", cuenta, "es todo". En su opinión "las compañías de gas y petróleo están detrás de ese renovado interés".
El largo de la ofensiva de la guerra abarcaba 50 kilómetros en línea recta desde El Alamein, en la costa, hacia el sur. Allí se cierran las arenas movedizas y prácticamente infranqueables de la depresión de Qattara. Todo está sembrado de bombas. El 2,5% son minas antipersona. Las antitanques, mucho más mortíferas, son casi 10 veces esa cantidad. Lo demás son restos de mortero, balas y munición aérea de gran calibre. Pero bajo ese desierto mortal yacen también "4,8 billones de barriles de petróleo, 13,4 trillones de litros de gas natural y más de 650 millones de metros cúbicos de otras reservas minerales que duplican la actual riqueza de recursos naturales del país", detalla El Shazly.
"Han limpiado el terreno para que las petroleras puedan acceder a las zonas de prospección", afirma El Gamil. Entre ellas la española Cepsa, que desde 2004 lleva a cabo trabajos de exploración de hidrocarburos en el bloque denominado South Alamein. Zonas seguras flanqueadas por otras mortíferas donde viven los beduinos. "Las empresas construyen carreteras asfaltadas que les llevan a esos lugares, pero no se preocupan de ayudar a mejorar las infraestructuras de la zona y la gente vive sin electricidad ni agua corriente". El Shazly insiste en que estas compañías ayudan a crear empleo, pero El Gamil disiente: "La población de El Alamein no está cualificada y al final es gente del delta del Nilo quien se beneficia, mientras los beduinos pierden sus tierras que son dadas en forma de concesiones a empresas extranjeras".
Por otra parte, prosigue El Gamil, "la inversión y el desarrollo se están centrando en el turismo, en los resorts, en un empleo temporal que no ofrece soluciones". "Ni siquiera en la ciudad tenemos sistema de canalización de aguas fecales y aunque vivimos frente al mar no podemos acceder a él porque la costa ha sido vendida por el Gobierno a especuladores que la convierten en viviendas que se usan dos meses al año".
El Marassi, con una extensión de 6,25 kilómetros cuadrados, es uno de los últimos proyectos multimillonarios que se ha puesto en marcha en el antiguo campo de batalla. Un par de kilómetros después del hito que recuerda el punto más lejano que alcanzó el eje italo-alemán en la zona y advierte del peligro de minas, excavadoras, camiones y obreros se afanan para levantar otra pequeña ciudad de lujo. Un despropósito de destrucción del entorno está convirtiendo la playa en una urbanización de lujo con vistas a un lago artificial de agua salada. Pronto habrá también un campo de golf que requerirá importantes cantidades de agua, el bien más escaso de la región.
El Fhazly admite que la empresa promotora del turismo del Gobierno vendió los terrenos a la emiratí Emaar (que levantó en Dubai el edificio más alto del mundo), pero no comprende el revuelo que suscita este tipo de desarrollo que, según él, genera empleos. Aunque no para las víctimas a las que el proyecto intenta ayudar facilitándoles prótesis. Beduinos que durante el verano encuentran el sustento a la entrada de las villas vendiendo chapas de identificación y casquillos que recogen entre los campos minados.
A la luz de una lámpara de gas, Sultan explica que al principio morían 20 o 30 personas cada día. Las radios, los paquetes de tabaco... todo eran trampas mortales que, sobre todo los nazis, habían dejado atrás. "He perdido a lo largo de los años a 24 miembros de mi familia", cuenta sin dejar de rascarse el lugar donde una vez tuvo un dedo. "Ahora tengo 80 años y 12 personas a mi cargo. Con la ayuda de 100 libras (14 euros) que me da el Gobierno puedo comprar un kilo y medio de carne o azúcar para medio mes. Y mis nietos siguen creciendo rodeados de minas".
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