Forales, pero menos
Hace poco Xabier Agirre, el diputado general, aventuró la posibilidad de aumentar la presión fiscal en territorio alavés, pero el proyecto fue neutralizado de inmediato. La foralidad padece un férreo corsé que la oprime desde su restauración: todo movimiento de las diputaciones debe ejecutarse de forma armonizada, de modo que no exista una regulación sustancialmente distinta en ninguno de los territorios del País Vasco.
Es paradójico: el poder foral es uno de nuestros fetiches simbólicos, pero en el terreno práctico se mantiene el velado objetivo de neutralizar su potencial político, jurídico y fiscal, mediante reglas uniformes. Si el régimen foral se funda, de derecho, en la autonomía normativa de cada territorio, no se entiende por qué se excluye, de hecho, su ejercicio. Aquí surge una batería de incómodas preguntas. ¿Qué foralismo es este que exige la igualación normativa y reglamentaria? ¿De verdad son soberanas las Juntas Generales cuando la fiscalidad de cada territorio es un calco de los otros? ¿Por qué es obligatorio que alaveses, vizcaínos y guipuzcoanos soporten la misma presión fiscal? ¿No era la igualdad jacobina nuestra gran enemiga?
Hemos sido aleccionados en las inagotables virtudes del foralismo. No obstante, sus virtudes son ficticias, porque cualquier iniciativa política exige desplegar una lista inacabable de organismos de "coordinación interinstitucional", dirigidos a que ningún territorio se permita decisiones discordantes. A muchos políticos les preocupa que la Ley de Territorios Históricos pueda ser modificada, pero les preocuparía mucho más si ocurriera lo contrario: que la LTH se aplicara de verdad. La hipótesis de una competencia tributaria entre administraciones pone los pelos como escarpias a la clase política: les aterra imaginar que la población, ante una oferta diversificada, se pemitiera, en ejercicio de su libertad, imprevistas decisiones de inversión o de cambio de domicilio. Y para impedir cualquier asomo de libre elección ciudadana, centenas de comisiones, comités, consejos, juntas, plataformas, mesas y mesillas de "coordinación institucional" dilapidan una marea inacabable de energías y de dinero público. Se trata de garantizar que nuestra abigarrada constelación de organismos institucionales tome al final las mismas decisiones que adoptaría, de un solo golpe, cualquier gobierno centralizado. Debido a la complejidad del sistema, no se sabe si en Euskadi se gobierna mucho o poco, lo que está claro es que nos pasamos la vida coordinando, armonizando y equiparando.
Y si la máxima preocupación de los órganos forales consiste en evitar que la ciudadanía acceda a las ventajas de una verdadera competencia fiscal entre administraciones, deberíamos preguntarnos, incluso los que hemos sido sus rendidos defensores, si merece la pena mantener este costosísimo montaje.
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