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Columna
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Orgullo (y prejuicio)

El orgullo es un sentimiento curioso. Muchos diccionarios muestran únicamente su sentido negativo: arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, mientras otros añaden un sentido no reprobatorio: sentimiento de satisfacción de alguien por cosas propias a las que atribuye mérito o por cualidades propias que considera superiores a los otros.

¿Puede uno realmente estar orgulloso de sí mismo? Me resulta casi inconcebible. Que alguien crea que no pueda o deba hacerlo mejor. O hacer más. O hacerlo antes. No exigirse más, no regirse por un afán autoperfectivo (y por tanto autocrítico). Me resulta más fácil sentirme orgullosa de otras personas, personas a las que conozco y cuyos méritos sé valorar y apreciar en su justa medida. Como la "vergüenza ajena", existe el "orgullo ajeno", aunque sea siempre un orgullo cercano. Y, sin embargo, uno se encuentra en un mundo en el que una gran masa de gente se siente orgullosa de características o cualidades propias que no son fruto de ningún esfuerzo ni de ningún mérito.

Estamos en la semana del Orgullo Gay, una fiesta en la que los que han sido marginados por su condición sexual durante siglos toman las calles en alegre algarabía. En una situación normalizada, sin ese pesado historial de discriminación, mostrar orgullo por ser homosexual sería tan absurdo como mostrarlo por ser heterosexual. Una virtud es un justo medio entre dos vicios, decía Aristóteles: demasiado orgullo es un vicio por exceso; baja autoestima o baja estima social, un vicio por defecto. Cuando el hábito tira por un lado, hay que escorar la nave hacia el lado contrario para buscar ese equilibrio. Así se puede entender, me parece, ese carnaval del Orgullo Gay: un escorar hacia el exceso para ir encontrando su justo y normalizado lugar. Su éxito debería suponer, por eso mismo, su desaparición.

Mostrarse orgulloso de una identidad colectiva (con la que se ha nacido o se ha adquirido sin ningún esfuerzo) es también lo propio de todo nacionalismo. Recuerdo el estribillo archirepetido de una canción de Negu Gorriak: "Esan ozenki: euskalduna naiz eta harro nago!" ("Dilo en alto: ¡soy vasco y estoy orgulloso!"). ¿Orgullo de algo que no requiere ningún esfuerzo, ningún mérito personal? Realmente la idea se vende mejor con un relato épico de resistencia. Resistencia ante una supuesta agresión continuada que amenaza con diluir esa identidad y que, por tanto, legitimaría la exaltación de orgullo. Lo vemos en estos días en la reacción de los partidos catalanistas ante la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut. Lo perciben como una agresión a su soberanía, airean los zarpazos de su orgullo herido. Supongo que el ser humano es -a menudo- así: un animal que necesita sacar pecho y que, más que en los méritos personales, respira en los prejuicios colectivos de una época para hinchar sus plumas y pasearse satisfecho...

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