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AL CIERRE
Columna
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El mundo como garito

Rafael Argullol

No sé si se trata de una coincidencia, pero es muy adecuado que los programadores del Liceo quieran captar los signos de nuestra época con la puesta en escena, casi simultánea, de dos obras, La dama de picas de Chaikovski y El jugador de Prokófiev, que tratan de la pasión por el juego. La primera es una obra romántica en el sentido más generoso del calificativo, con momentos deliciosos -muy mozartianos, con especial referencia a Don Giovanni-, y la segunda, una obra muy querida por Prokófiev, es de una identidad turbadora. Naturalmente, en ambos casos la calidad literaria en la que se apoyan las óperas es excepcional. La dama de picas de Pushkin es una pequeña joya fantástica en la que la ambición y la muerte se deslizan a través de tres cartas que, quizá por antiguos simbolismos, siempre han tenido gran reputación entre los jugadores: el tres, el nueve y el as. Por su parte El jugador de Dostoievski, una novela escrita en 20 días y destinada a permanecer en la sombra de Crimen y castigo, en la que el escritor estaba volcado, puede ser contemplada hoy como una obra maestra. La fantasmagoría del guiñol de Ruletenburg pone al descubierto una descarnada danza de decadencias y obsesiones.

Lo significativo es que nuestro mundo empieza a parecerse mucho a un Ruletenburg universal; eso sí, sin las suntuosidades y los refinamientos de aquellos balnearios para ludópatas del siglo XIX. En nuestro mundo lo que antes se llamaba "el pueblo" confía crecientemente en las oportunidades del azar. Al parecer, nunca había habido tantas apuestas sobre tantas cosas; todo, claro está, multiplicado mediante los canales virtuales. ¿Y qué decir de los que antes eran llamados "los poderosos", que ahora, por lo general, han logrado camuflar hasta el calificativo? Juegan, juegan todo el tiempo, si bien lo suyo no son los naipes o la ruleta, sino los bonos y las acciones, y su garito no se localiza en tal o cual lugar, sino que abarca a todo el planeta. Un matiz: los bregados apostadores de Pushkin y Dostoievski parecen bien ingenuos en comparación con cualquiera de esos profesionales de la codicia que, desde sus sedes bancarias o desde sus miradores bursátiles, siempre apuestan con cartas marcadas.

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