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Columna
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España por imperativo

Si un raro ataque de racionalidad no lo impide, la semana que viene el Tribunal Constitucional puede emitir una sentencia sobre el Estatuto y provocar una humillación de primera magnitud a los políticos y los ciudadanos catalanes. Los magistrados de un tribunal con claras deficiencias de legitimidad podrían emitir una sentencia contraria a un Estatuto aprobado por el Parlament, cepillado en el Congreso y votado en las Cortes antes de recibir el apoyo de la opinión pública catalana en referéndum.

Tras cuatro años de deliberaciones, recusaciones y mandatos vencidos, y cinco borradores fallidos, el Tribunal Constitucional, lejos de abstenerse y permitir la renovación de sus miembros, está dispuesto a votar una sentencia. La novedad es que el recurso se dilucidará artículo por artículo, engendrando un monstruo. Difícilmente será coherente una sentencia patchwork, hecha de retales de artículos con mayorías diversas.

La desilusión ciudadana por una sentencia adversa al Estatuto puede traducirse en abstención electoral

El Constitucional dará un paso de consecuencias políticas que no deberían ser menospreciadas por los defensores de la unidad patria. En primer lugar, una sentencia que lamine artículos centrales del Estatuto significaría la ruptura del pacto de Cataluña con España, que cristalizó en la Constitución de 1978. Si el espíritu de la Constitución no permite una evolución de esta en el marco de una arquitectura de España en la que Cataluña se encuentre cómoda en su singularidad, expresada pacífica y democráticamente, se alimentará el rechazo hacia la idea de España y genéricamente la decepción con la política por tanto trabajo inútil y tanta expectativa frustrada. El PSOE federal de Comillas y el Zapatero dispuesto a aprobar el Estatuto del Parlament han durado poco y al presidente y a sus barones territoriales les ha faltado coraje para no quedar presos del discurso patriotero español del PP.

A la falta de coraje político de unos se ha sumado la utilización de las bajas pasiones de los otros, que, a pesar de ir a rebufo de cualquier avance en el autogobierno, convierten en votos el discurso uniformizador de la España más cateta.

La Constitución fue un gran éxito porque su ambigüedad la hizo inclusiva y ha facilitado el más largo periodo de convivencia democrática. Pero el pacto de convivencia pacífica necesita una actualización tras más de 30 años en vigor. Sacralizar el texto no dice nada bueno sobre nuestra cultura democrática y dice mucho sobre la vulnerabilidad de este Estado necesitado de forzar voluntades.

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El presidente de la Generalitat advirtió recientemente del peligro de conjurar tres crisis: económica, política e institucional. La decepción ciudadana no permite augurar grandes reacciones en un momento de graves problemas económicos, pero los partidos catalanes deberían prever unos mínimos que permitan expresar la dignidad de todos y no solo sus intereses electorales cortoplacistas.

Ninguno de ellos puede estar muy orgulloso de su actuación. El PSC abrió el proceso sin saber adónde le llevaría y ha visto el límite de su identidad en relación con el PSOE; CiU pactó unilateralmente en La Moncloa, aunque ahora plantea ya la superación de este Estatuto con el concierto económico; ERC restó solidez al apoyo político catalán descolgándose en el referéndum; ICV se sumó a la puja, y el PP actuó de comparsa de una de las peores campañas contra Cataluña.

La reacción de los partidos a una sentencia adversa del Constitucional tiene poco margen con elecciones en noviembre. La desilusión ciudadana puede traducirse en abstención, también en voto en blanco, pero el día siguiente se deberá continuar administrando la decepción. Como en su día Aznar, el Constitucional puede ser una fábrica de independentistas a pesar de que la España democrática aprobó un texto que un tribunal en precario ahora desautoriza, con la aportación de los patriotas.

Cataluña cada día ve con más naturalidad pasar del "me duele España" al "¿a quién le interesa España?".

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