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AL CIERRE
Columna
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Querido Michael

Con las amigas de infancia, durante las navidades, solíamos organizar una subasta para sacarnos algo de dinero a base de obligar a nuestros padres a pujar, les apeteciese o no, por manualidades de dudoso acabado. No sé bien por qué nos empeñábamos en incluir en la velada alguna coreografía grupal -elegida por consenso y ensayada hasta la saciedad-, cuando todas lo pasábamos fatal y el resultado era siempre penoso. Pero quizá por eso era el momento álgido de la noche, cuando el dinero ganado adquiría su valor.

Pero hubo una Navidad en la que, desde el principio de los ensayos y día tras día, fui amonestada por distraída, por desganada, por bostezar y mirar por la ventana. ¿Qué me pasaba? ¿Qué esperaba? Yo tampoco lo sabía. Lo supe llegado el momento de obligar a los adultos a prestarnos su atención y su bolsillo, pero sobre todo a pujar por las cosas por horrendas e inútiles que fueran. Llegado ese momento, digo, me di de bruces con el futuro. Fue minutos antes del show, mientras las más coquetas se rezagaban y las menos esperábamos con las coletas torcidas, cuando un ritmo musical me atrajo hasta un televisor al que nadie hacía caso. Sola, y con la boca muy abierta, vi a aquellos cinco adolescentes negros cantando y bailando a un ritmo cautivador, desconocido para una niña española de 11 años, a principios de los 80. Se me abrió una rendija al mundo moderno por la que toda aflicción abstracta desapareció. No creo que pensase, allí pasmada, que entre nuestro tema y el de aquellos chicos había un abismo que ya no podía ignorar. Pero el caso es que lo había, y supongo que de alguna manera lo sentía. Y me costó lo mío convencer al grupo de que me dolía demasiado la tripa para bailar con el hula-hop; porque no tenía aspecto de que me doliese la tripa, tenía aspecto de haber visto un ovni espectacular, y muchas ganas de volverlo a ver.

No sabía que poco más tarde llegaría la apoteosis total, con el líder en solitario, cuando al día siguiente le escribí una carta. Quería que supiera que ya le había visto, y lo mucho que me había impactado, como si a él le importara. Y por si le importaba le contaría también cualquier cosa sobre mi vida cotidiana, sobre mis amigas y nuestras subastas navideñas, y todo en castellano, por qué no. "Querido Michael", empezaba.

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