Neoclericales
Están en la memoria de todos las numerosas manifestaciones que, a lo largo del último lustro, se han celebrado por las calles de Madrid, con gran acopio de obispos, curas y monjas en defensa de la familia cristiana, contra la legalización del matrimonio homosexual, contra la ampliación de la ley del aborto, etcétera. Interpretadas por la opinión progresista como lo que eran -intentos de imponer en la esfera pública y civil los dogmas y los preceptos de un credo religioso concreto-, tales manifestaciones merecieron el rechazo y hasta el escarnio de aquella opinión, y no han disuadido al Gobierno de Rodríguez Zapatero ni al partido que lo sustenta de seguir avanzando por la senda de la aconfesionalidad y la laicidad de las instituciones y los espacios que son de todos.
La firmeza ante el nacional-catolicismo se transforma en debilidad frente al fundamentalismo musulmán
Sin embargo, esta loable firmeza, esta claridad de ideas frente a las presiones y las resistencias del nacional-catolicismo se transforman, a menudo, en debilidad, desconcierto y cobardía cuando el que presiona es el fundamentalismo musulmán. Me refiero, como es obvio, al mal llamado debate sobre el burka, que, en realidad, es sobre el niqab, la modalidad de velo integral cuya presencia empieza a detectarse en nuestras calles.
Justamente, el todavía pequeño número de portadoras de dicha indumentaria ha impulsado a algunos discípulos del doctor Pangloss a sostener que se trata de un falso problema, de una anécdota irrelevante. A mi juicio no es anécdota, sino categoría o, mejor aún, un test crucial sobre cómo vamos a afrontar la convivencia con una religión totalizante -como lo era aquí el catolicismo hasta hace seis o siete décadas- llamada islam. Porque no vale equivocarse: lo que subyace a la polémica sobre el uso del niqab es la cuestión del encapsulamiento social, la posibilidad de que grupos familiares enteros vivan en Lleida, Salt o Barcelona como si permanecieran en una aldea del Atlas marroquí; esto es, impermeables a los valores democráticos, tratando a la mujer como a una menor de edad perpetua, tomando un código religioso (la sharia) como si fuese la ley civil... pero, eso sí, aprovechando al mismo tiempo las prestaciones de nuestro sistema de protección social. Como ese ciudadano francés, Lies Hebbadj, con cuatro esposas cubiertas por el niqab y 17 hijos, que vive estupendamente en Nantes gracias a los subsidios devengados por tan prolífica natalidad.
Si todavía rige el axioma ilustrado según el cual el ius solis debe prevalecer sobre el ius sanguinis, entonces los musulmanes devotos establecidos en Cataluña pueden, en privado, hacer lo que les plaza, como todo el mundo; pero, en el espacio público, tienen la obligación de respetar las normas de convivencia democrática que aquí nos hemos dado, en cuyo marco no tiene cabida esa especie de tumba ambulante femenina que es el niqab. Sin embargo, e incomprensiblemente, buena parte de la opinión publicada progresista considera la extensión del debate en el ámbito municipal como una explosión de intolerancia ("Espiral contra el burka", "Cruzada contra el burka", "Presión populista", se lee en los titulares), mientras que el vértice del PSC -no así sus alcaldes- rehúye la cuestión e Iniciativa -a saber si en su condición de roja, de verde o de violeta- se erige en el gran baluarte antiprohibicionista.
Una vez más, la viñeta de El Roto dio en el clavo el pasado día 10: "Ahora que habíamos conseguido liberarnos de los curas con sotana -exclamaba una mujer-, nos llegan los imanes con chilaba". La diferencia es que, mientras que frente a los curas el bloque de las fuerzas de progreso era nítido y firme, ante las prescripciones y amenazas de los imanes fundamentalistas rompe aquel bloque una seudoizquierda papanatas y multiculturalista -valga la redundancia- que trata de acomplejarnos con la peregrina tesis de que prohibir el niqab es caer en la xenofobia y la islamofobia. Entonces, ¿legalizar el aborto es cristianófobo?
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