Del limpiabotas al plexiglás
Lentamente, sin pausas, España iba conformando un perfil que ya poco se parecía al de preguerra, donde se extinguieron gran parte de los estereotipos que nos tuvieron marginados los últimos siglos. Cierto que el régimen no gozaba de simpatías exteriores, pero también lo es que la población había asimilado -a la fuerza, por supuesto- un cambio y emprendido un duro camino sin retorno. La clara frontera entre las clases sociales se había diluido casi por completo, la frecuente y constante salida de hombres y mujeres al extranjero desmontaba la magia de lo que procedía del exterior, aunque durante parte de los cincuenta seguíamos subsidiarios de muchos productos y modas.
Madrid era, fundamentalmente, una ciudad de cafés, donde hacían la vida los hombres. Allí cerraban negocios, emprendían amistades y hablaban de toros, de fútbol y, en algunos sitios específicos, de literatura, poesía, pintura y esas cosas en las que se entretenían los antiguos. Las mujeres eran las dueñas de las mañanas, en el mercado, las tiendas de barrio y las peluquerías y, a falta de otros temas, se cotilleaba de las personas destacadas. El varón abandonaba paulatinamente la barbería y solo frecuentaba esos lugares para cortarse el pelo: las maquinillas Gillette y las eléctricas convirtieron en asunto privado aquellas visitas que duraban más de una hora, y solía ir incorporada la limpieza de los zapatos. La decadencia de esta costumbre fue inexorable y duró mucho. De los salones de limpieza del calzado, con ocho, diez o más plazas, con la doble plantilla donde apoyar los pies y el limpia sentado en una pequeña banqueta, se pasó al chamizo de un solo trabajador y de ahí a la calle. En Madrid quedaron, quedan, dos o tres de estos negocios y he utilizado, hasta mi exilio voluntario, el de la calle de Ortega y Gasset, cerca de Serrano, donde había banquetas para varios clientes pero un solo artista del betún. Sobrevivía, al parecer con desahogo, gracias a las reparaciones, pues aunque se considera el meollo de la clase rica, damas y caballeros llevaban los zapatos para que les echaran medias suelas, amén de servirse cordones, restauración de bolsos, cinturones, teñidos y otras labores colaterales. Esta prestación se hallaba extendida a la mayoría de los cafés, donde el limpiabotas fue un personaje considerado, servicial y dado a la filosofía que provoca ver a la humanidad desde abajo. Solían compartir la tarea con la venta de tabaco, lotería y asuntos reservados de algunos clientes. Incluso prestaban dinero.
En los cincuenta Madrid era, fundamentalmente, una ciudad de cafés donde hacían vida los hombres
Me parece que los callejeros han desaparecido. Durante un tiempo, ignoro en qué cantidad, tuvieron la competencia de los limpias portugueses, a los que se reconocía por la configuración de su establecimiento. Llevaban el asiento incorporado a la caja y la plantilla. Por lo demás, los habituales mejunjes, el líquido, los cepillos para negro y color, el trapo y la bayeta. Hace años, uno de mis favoritos me confió que era capaz de producir con los labios el sonido que hace el lienzo sobre el cuero, lo que le ahorraba esfuerzo físico.
Seguían faltando muchas cosas consustanciales con la ciudad, aunque pasaron los tiempos del café-café, que no era otra cosa que achicoria, a veces falsificada. Para los exigentes, el brebaje traído de Portugal, donde parece que solo había dos cosas que nos llamaran la atención: aquello y las toallas del cuarto de baño, muy reputadas. En plena guerra mundial, la picaresca española creó una variante del contrabando, organizando, en las fronteras de Salamanca y Extremadura, pequeñas batallas infantiles a pedradas, con la variante de que las piedras eran trozos de wolframio -mineral estratégico muy codiciado- que de aquella volandera forma cruzaban la frontera amiga sin conocimiento de los carabineros o guardinhas. O quizás con su relajada condescendencia.
Otro género de cosas que excitaba la necesidad de las mujeres madrileñas eran los objetos del recientemente difundido plexiglás, y organizaban peregrinaciones a San Juan de Luz y Biarritz. En los almacenes de la Place Cavour se adquiría el material de cocina suficiente y creo que lo de ir a ver El último tango en París era un pretexto para hacerse con una completa vajilla de plástico. Mientras, emprendedores como José Banús construían barrios enteros que estaban adquiriendo una nueva fisonomía capitalina. Mientras, la gente seguía gozando, sufriendo, nacían y morían, como siempre.
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