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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Bobby McGee y yo

Diego A. Manrique

Benditos sean esos discos que llevan historia, que iluminan un tiempo, una sociedad, un movimiento. Un tipo de producto ajeno a las grandes compañías, cada vez más alejadas de cualquier concepto cultural. Pienso en Please don't tell me how the story ends, 16 elementales maquetas que Kris Kristofferson grabó entre 1968 y 1972. Entonces era artista de Monument, sello ahora de Sony. Ha costado 10 años deshacer la madeja contractual y lo ha logrado Light in the Attic.

Esta independiente de Seattle se especializa en reediciones: Karen Dalton, Rodríguez, Betty Davis. Aquí suman un librito de 60 páginas que sugiere intrigantes posibilidades -Dennis Hopper recuerda que intentó juntarle con Phil Spector- y que amplifica su leyenda. Los Kristofferson eran militares y Kris llegó a capitán de las Fuerzas Aéreas. Se reproducen documentos oficiales: recibió una medalla por trasladar a un paracaidista accidentado durante unas maniobras en Alemania.

El soldado ejemplar Kristofferson se transformó en un 'hippy' de Nashville

El Kristofferson uniformado era políticamente un halcón: se ofreció voluntario para Vietnam. El Pentágono revisó su expediente -premios de relatos, graduado en Oxford- y le destinó a dar clases de literatura en West Point. Casado y con un hijo frágil, le repudió su familia cuando interrumpió su carrera para establecerse como compositor en Nashville. Las pasó putas. Era un currito en los estudios de Columbia en 1966, cuando un huracanado Bob Dylan grabó Blonde on blonde. Ni pudo dirigirle la palabra: allí estaba para barrer y vaciar ceniceros.

Posteriormente, el piloto ejemplar se convirtió en un cantautor hirsuto y promiscuo, que abusaba de las sustancias y exhibía maneras -para Nashville- de rojo. Pero el country tiene más flexibilidad de lo previsible: Kristofferson ha compartido escenarios con "superpatriotas" como Merle Haggard o Johnny Cash.

En realidad, Nashville siempre babea ante una canción bien hecha. Y las de Kris eran tan sentimentales como rompedoras: retratos de amor con sexo, resacas, crudas instantáneas de músicos en la carretera. Hasta su mayor éxito, Me and Bobby McGee, encaja en un subgénero country: las crónicas de vagabundos.

Conocemos su génesis: Fred Foster, jefe de Monument, le retó a componer algo que incluyera el nombre -muy masculino- de una secretaria, Bobby McKee. Kristofferson suavizó el apellido y narró las aventuras de una pareja que recorre EE UU haciendo dedo. Contiene un verso -"libertad es otra forma de decir que nada tienes que perder"- que la consagró como himno hippy. Antes de la versión canónica de Janis Joplin, ya había sido registrada por Roger Miller y Gordon Lightfoot.

Lo de Janis era un detalle con Kris, fugaz compañero de cama. El autor se enteró cuando ella ya había muerto y lloró de rabia. Es menos conocido que luego apareció, en los márgenes de la industria, una cantante llamada Bobbie McGee que interpretaba repertorio feminista y sindicalista.

Kristofferson actúa este año en España. Una sorpresa: aquí se aprecian más sus películas que sus canciones. Nunca ha tenido la reputación de un Leonard Cohen, que debutó por aquella época, grabando también en Nashville. Kris ha sido fiel a las estructuras del country. Se agradece un disco-libro como Please don't tell me how the story ends, que contextualiza su insurrección en una ciudad y un género conservadores.

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