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ANÁLISIS
Columna
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Obama, el frío

Antonio Caño

En contra de lo que algunos puedan creer, el pueblo norteamericano es sentimental y emotivo. Los norteamericanos lloran en el cine, donde adoran los finales felices, se enternecen con sus tradiciones, se divierten como niños y sufren como propio el dolor de sus vecinos.

Todos hemos visto la emoción con la que celebran sus gestas patrióticas, la pasión con la que apoyan a sus deportistas y el enorme corazón con el que empujan sus ambiciones. Menos conocidos son su miedo a la derrota y a la muerte, su fragilidad ante la adversidad y su derrotismo frente al menor percance, todos ellos síntomas también de su emotividad.

Por supuesto, los ciudadanos norteamericanos son, al mismo tiempo, pragmáticos y reflexivos, sus virtudes originales. Pero, a medida que han ido acomodándose en su liderazgo y disfrutando glotonamente de sus éxitos, esas virtudes han ido cediendo a favor de una mayor sensibilidad.

El presidente ofrece una imagen demasiado culta, demasiado perfecta, frente a Bill Clinton o George Bush
Tal vez los norteamericanos acaben acostumbrándose a su frialdad, o tal vez no y le den la carta de despido en 2012
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Se sigue exaltando el heroísmo, sí, pero se aplauden más las manifestaciones públicas de amor entre las parejas y se resaltan las cualidades personales de los jefes, en los que gustan tanto su fuerza como las debilidades que los humanizan.

Más de una docena de famosos comentaristas norteamericanos se han quejado en los últimos días de que Barack Obama se ha comportado con demasiada frialdad desde el comienzo de la crisis del vertido de crudo en el golfo de México. No es que haya cometido errores graves, no, es que no ha demostrado pasión en el asunto, no ha compartido visiblemente el dolor de los afectados. No ha sido un padre, se quejan algunos.

"Los norteamericanos no quieren a un presidente con hielo en sus venas", afirma el columnista Rubén Navarrete. "El hombre cuya presidencia está enraizada en su capacidad para inspirar a los demás no demuestra esa inspiración cuando más se necesita", dice Maureen Dowd. ¡Un poco más de teatro, por favor!, exige la mayor parte.

No es la primera vez que esta crítica surge. Ocurrió durante el debate de la reforma sanitaria, donde se le acusó de ser excesivamente académico y distante, de exhibir más conocimientos que voluntad.

Hace ya tiempo que Obama ofrece una imagen demasiado articulada, demasiado culta, demasiado perfecta. Ciertos columnistas echan de menos ese calor varonil que Bill Clinton ponía en cada una de sus declaraciones. ¡Qué importa si mentía respecto a Monica Lewinsky! Otros añoran incluso a George Bush y su espontaneidad tejana. ¡Al diablo con los presos de Guantánamo! ¡No hay nada como un buen saludo campechano!

No han encontrado aún nada de eso en Obama. Obama es un hombre discreto que sobrevivió con éxito en un mundo de blancos a costa de no ser demasiado negro y de pasar bastante inadvertido para sus rivales. Siempre ha creído más en la razón que en otros méritos. Estudió, viajó, se formó y peleó por la presidencia siendo como es.

Ahora ha decepcionado a algunos que quisieran ver más sangre y a algunos medios de comunicación que necesitan más sangre. Indudablemente, un líder debe vivir como un drama propio los sufrimientos de sus gobernados. El aislamiento o la indiferencia son defectos frecuentes y letales entre los políticos. Pero también lo son el cinismo y la impostura.

Tal vez Estados Unidos acabe acostumbrándose a Obama, el frío, o tal vez no y le dé la carta de despido en las elecciones de 2012. Pero es improbable que el presidente calmado y prudente que hoy existe se pueda transformar en el personaje impulsivo y caliente que algunos desean.

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