Sin trabajo y sin unión
Los parteros del euro eran conscientes de que a la criatura le faltaba un brazo, el de la cooperación económica y presupuestaria entre los países implicados. Aun así, el muchacho se portaba tan bien que parecía capaz de apañárselas solo con el brazo monetario. Hasta que la bonanza económica se esfumó y quedaron las llagas al aire: trucaje de cuentas, crecimientos basados en burbujas, déficits indisciplinados, dumping fiscal entre países o regiones, en un contexto de recesión y paro.
Para aliviar la presión se ha creado el fondo de maniobra de 750.000 euros, destinado a los socios más débiles de la UE. Lo difícil es disponer de ellos. El primer tramo, los 60.000 millones previstos por la Comisión Europea, se piden al mercado y se entregan al país afectado (una parte ha ido a Grecia), dando por hecho que lo va a devolver; si no puede, tendría que respaldarlo el presupuesto europeo, pero bueno, solo serían 60.000 millones.
El segundo tramo es más arduo: 440.000 millones, garantizados por los Estados. O bien incrementan el endeudamiento público, o presionan el bolsillo de sus ciudadanos. La aprobación tiene que efectuarse país por país, a propuesta de líderes que ya tienen dificultades para hacer tragar los primeros planes de ajuste, como se ha visto con Zapatero en España. Y el tercer escalón, de 250.000 millones, tampoco es manco: para aportarlos se llama a escena al Fondo Monetario Internacional. Tan mastodónticas cifras son señal inequívoca de la magnitud del problema que afecta a la moneda común.
Además, el presidente de la Comisión, José Manuel Durao Barroso, propone un visado de Bruselas a los presupuestos nacionales, espinoso para opiniones públicas puntillosas de la soberanía nacional. Cuesta reconocerlo, pero el problema de fondo no es solo la falta de gobierno económico común, sino el déficit democrático de las instituciones europeas. La única de elección directa, el Parlamento Europeo, no aparece en tales mecanismos. Y los líderes de cada país dependen de sus votantes, no del conjunto de ciudadanos de la UE. Es fácil criticar las iniciativas de la Comisión o exigir demasiado a los líderes nacionales, pero solo podría paliarse con una arraigada conciencia europeísta, y España es un ejemplo de lo que priman los problemas internos, manifestado en el ya largo enfrentamiento entre un Gobierno naïf y un Partido Popular en el que rivalizan la arrogancia y el desprecio.
Por cierto: aquí se lleva el revisionismo de la Transición, pero el clima de respeto era mayor entonces que al cabo de treinta y tantos años de democracia; y ese consenso coadyuvó a una operación histórica, que, además, permitió salir de una crisis económica. Todo pasa ahora como si lo de menos fueran los riesgos de quedarnos sin trabajo y, quizá, sin moneda y sin unión.
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