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Columna
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El mal de ser más que un club

En 1966 se estrenó en los cines norteamericanos la película Grand Prix, de John Frankenheimer. Fue la mejor cinta que hasta ese momento se había realizado sobre las competiciones de fórmula 1, pero muchos críticos no dudan en considerarla como la mejor sobre carreras de coches de toda la historia. John Frankenheimer había sido piloto de carreras en su juventud y sabía bien lo que decía cuando Yves Montand nos confiesa el secreto de su éxito. Su truco radicaba en que, si en plena acción, sobrevenía un aparatoso accidente a otros, la reacción, contra todo instinto, era la de pisar más a fondo todavía. En general, los demás participantes levantaban el pie del acelerador al impresionarse con la visión del choque y este era precisamente el momento en que la propia velocidad les sacaba mayor ventaja.

Una crisis matrimonial empeoraría gravemente si se la tratara con parches, mentiras o brotes verdes

Kevin Roberts, un alto ejecutivo de Saatchi&Saatchi, famoso por su idea de las lovemarks, marcas de amor o marcas amadas que conquistan con más durabilidad e intensidad al cliente, estableció el principio también de que, ante una crisis, la publicidad debe incrementarse en lugar de achicarse, como suele hacerse. De una parte, las tarifas de los medios son mucho más bajas, y, de otra, al desaparecer parte de los demás reclamos competidores los propios se harán más visibles y eficaces.

De soluciones semejantes se componen muchos libros (de economía, de filosofía, de poesía, de piedad) que tratan la adversidad como una oportunidad de transformación positiva y juzgan la posible desintegración presente (física y moral) como manera de metamorfosear creativamente empresas, individuos y sistemas.

La consideración, que vale tanto para los negocios como para los matrimonios, para las encrucijadas de la Iglesia como para los clubes de fútbol, no es baladí. ¿O es que alguien duda de que la crisis por la que está pasando el Real Madrid no desembocará en una etapa floreciente y muy gloriosa?

Todos los que critican las medidas de Florentino Pérez, su falta de continuismo, sus desembolsos formidables y su tratamiento del fútbol como el espectáculo que efectivamente es, propondrían ideas aprendidas del pasado (la cantera, entrenadores-Muñoz o cosas así) y, en consecuencia, olvidarían que tanto para el actual presente en flagrante crisis es tan grotesco como inconveniente utilizar los remedios de la abuela.

Es lo que ahora puede contemplarse, una y otra vez, en las medidas que se aprueban para combatir la decadente situación económica. Casi todas ellas, en casi todos los países de occidente, son un calco, antes, de las fórmulas keynesianas de los años treinta y, segundo, ahora, una réplica smithsiana en busca del presupuesto con déficit cero.

Paso a paso, las soluciones que se barajan importan pócimas del pasado y del antepasado sin que, hasta el momento, las reformas del sistema, las actuaciones de la imaginación creadora y la creatividad de la escasez hayan diseñado programas que tengan en cuenta las novedades características de este estrago. No es suficiente, en fin, taponar los síntomas de la crisis (sea el paro o la falta de solvencia financiera), sino concretar las causas y, en consecuencia, la razón del desequilibrio que aún se presenta como medianamente inteligible, puesto que su parte ininteligible sigue siendo tan grande que impide pronosticar siquiera si habrá una nueva recaída mañana, o si su duración será de un año, un lustro o una indefinida eternidad.

Reconocer tardíamente el mal y tratarlo con precipitación, urgentemente, improvisadamente, variablemente, conduce a esta situación errática tanto en los decretos como en el alma de la población. Cualquier crisis matrimonial empeoraría gravemente si se la tratara de este modo: con parches, mentiras o brotes verdes, besos forzados, conversaciones rayadas y miedo a la ruptura. A la ruptura de la creatividad y la creatividad de la ruptura.

Cabe distinguir dos clases de ansiedad ante las crisis, decía Keith McFarland en Bounce (Rebote), bestseller en Estados Unidos el año pasado. Una ansiedad provocada por el "miedo" a un cambio desconocido (y de ahí el pueril conjuro de las recetas de toda la vida). Y otra ansiedad productiva, que es también "miedo", pero miedo a lo que puede llegar a ocurrir si no se realizan cambios de importancia.

El miedo tiende a ser paralizante, pero la amenaza no siempre lo es. La pugna entre la primera y la segunda emoción está ahora presente en todo el mundo occidental. La diferencia entre Europa y Estados Unidos radica, sin embargo, en que mientras allí el cambio forma parte del negocio, del matrimonio o de la identidad deportiva, aquí se va desde el aferramiento a los derechos adquiridos al aferramiento electoralista, desde la relativamente tasa baja de innovaciones amorosas a la institucionalización de la mayoría de los equipos que, a menudo y con mucho orgullo, se declaran "más que un club". ¿El éxito del Barça? La excepción que confirma la regla.

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