Haciendo cumbre
Del deporte sólo se oyen buenas palabras. Si excluimos el dopaje de los atletas, la inficionada sangre de los ciclistas, las mutilaciones y los edemas de los montañeros, y la quebrada osatura de los esquiadores, todo es salud y buena letra. Frente al desprecio que inspiran fumadores y consumidores de determinadas sustancias, los que se dan caña y ordeñan con empeño la glándula sudorípara concitan admiraciones sin cuento. Eso por no hablar de los futbolistas, única categoría de millonarios sospechosamente a salvo del rencor sindical. La feroz persecución que padecen los primeros y la bobalicona admiración que inspiran estos últimos es uno de los fenómenos más curiosos de este tiempo.
Ejercicio físico: eufemismo que alude a desesperadas operaciones musculares, que nos servían en otro tiempo para huir de sanguinarias y hambrientas criaturas. Después se convirtió en una penosa tarea dirigida a elevar pirámides o a ganarse el sustento cargando sacos de arroz. Ahora se ha convertido en un modo de paliar la abulia existencial (y, en vez de cobrar, se paga), si bien algunos cobran, y muchísimo, debido a que el resto de la raza humana se distrae mientras los ve sudar. La conclusión de todo esto, que si estás gordo es que eres pobre.
Frente a la admiración que despierta el deportista, la humareda del fumador lo convierte en víctima de las iras sociales, en chivo expiatorio de una sociedad sin alma pero higiénica. Y eso que del cáncer de pulmón se sabe todo, incluso lo barato que le sale a la socialdemocracia, pues el diagnóstico se realiza cuando el enfermo ya ha metido un pie en la tumba. Aún así los sanitarios, no contentos con ver agonizar al fumador, le amargan los minutos terminales susurrándole al oído lo necio que ha sido envenenándose y el dispendio que provoca a las arcas públicas. Nada ha hecho peor el estado del bienestar que extender una ominosa penitencia sanitaria.
Entre tanto, los alpinistas extraviados demandan el despliegue de flotillas de helicópteros y el rastreo de los sherpas (esa subespecie del servicio doméstico), como si subir a la punta de un monte no fuera una acción igual de discutible que echarse un paquete de cigarros. A los alpinistas se les busca, literalmente hablando, por tierra, mar y aire, mientras que a fumadores y residentes en narcóticos paraísos se les atormenta recordándoles lo malos que son. Los alpinistas vuelven a casa, vivos o muertos, pero a ninguno se le recuerda su mala vida, ni se le llama idiota o irresponsable. De lo que cuestan al erario público los helicópteros que patrullan en su busca nadie se acuerda.
No hay que prohibir a nadie el acceso a la montaña: los aficionados tienen todo el derecho a seguir cayendo, a puñados, año tras año. Pero el respeto que inspiran debería extenderse a quienes entretienen la vida de cualquier otra manera, porque para eso es la suya.
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