Montárselo solos
Cada vez hacemos más cosas solos. Hubo una época en que, si me apetecía cambiar de aires, me dirigía a una agencia de viajes y allí, en poco más de una hora, alguien (en general, amable) me ayudaba a elegir destino, me ofrecía transporte y hotel, me aconsejaba acerca del equipaje y me vendía los billetes y bonos precisos. Ahora me paso tardes enteras buscando obsesivamente en Internet vuelos baratos y hoteles recomendados por internautas desconocidos que estuvieron allí antes y cuyas opiniones incluyen siempre detalles inquietantes. Luego, introduzco la numeración de la tarjeta de crédito (una operación de riesgo), la clave de seguridad y espero. Si hay suerte, y todo funciona como es debido (siempre cruzo los dedos), imprimo el resultado y obtengo los títulos necesarios sin haber cruzado una palabra con nadie. Antes, llegaba uno al aeropuerto y, tras enseñar el billete impreso, un empleado de la compañía le ayudaba a facturar y le proporcionaba la tarjeta de embarque. Ahora tengo que hacer cola ante un artefacto cuyo funcionamiento se me olvida de una vez para otra, y al que suelen darme ganas de patear, como si me poseyera la ciega desesperación del obrero ludita ante la máquina que le está royendo la vida. Cada vez con más frecuencia, uno tiene que lidiar con un artilugio que no entiende el caso individual, la imponderable excepción, el titubeo del novato. Si tuviéramos que hacer una lista de las cosas que en los últimos años hemos tenido que aprender a hacer solos, llenaríamos las páginas de este diario. Hay quien me dice que eso significa que ahora somos más autónomos. Que hemos crecido, vamos.
Cada vez con más frecuencia, uno tiene que lidiar con un artilugio que no entiende el caso individual
Está claro que la automatización y robotización de las tareas abarata los costes de fabricación (lo que no siempre beneficia al consumidor: ahí tienen los precios de los libros), a costa del déficit de contacto humano. Hoy, las actividades cotidianas resultan más aburridas y silenciosas, más deshabitadas y olvidables. Por eso, a veces me viene a la cabeza aquel viejo chiste en el que, preguntado acerca de las ventajas de hacer el amor sobre la masturbación, al sujeto sólo se le ocurría que, en el primer caso, uno conocía a más gente.
Quizás nuestra resignación y nuestra impotencia no sean sino otras tantas confirmaciones de aquella rotunda afirmación que D. H. Lawrence colocaba en el íncipit de El amante de Lady Chatterley (1928): "La nuestra es una época esencialmente trágica; por eso nos negamos a tomarla trágicamente". Aunque, posiblemente, esa (relativa) soledad en que nos bañamos tenga sus ventajas. Leo que un 36% de las parejas francesas prefieren romper su relación a través del SMS o del correo electrónico: mejor así que dar la cara (y, además, ¿para qué perder el tiempo, si se va a romper de todos modos?). Pero todo resulta paradójico: seguimos necesitando a alguien que nos case, por ejemplo, aunque ya no tiene que ser necesariamente una persona. Me entero de que la empresa japonesa Kokoro -que toma su nombre del título de una célebre novela de Natsune Soseki-, ha fabricado un robot tan sofisticado que pudo oficiar con eficiencia y dignidad en la boda de unos empleados de la propia compañía. El androide, de poco más de un metro de alto, incluso le pidió a la novia que se levantara el velo para que el novio pudiera besarla. Qué hermoso. Imagínense qué no podrán hacer los humanoides replicantes que lleguen a fabricarse a partir de los microorganismos creados en el laboratorio por el biólogo Craig Venter, apodado con justicia Dios 2.0. A lo mejor esos individuos (¿?) creados, no engendrados, podrían devolver un poco de sociabilidad a nuestra solitaria vida cotidiana, incluyendo la sexual. Aunque, pensándolo mejor, tal vez masturbarse resulte un poco más higiénico y sencillo. Y, además, para lo que hay que oír...
Babelia
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