Pasiones nacionales
El abanico de posibilidades lúdicas era bastante extenso en aquellos tiempos. Del inmediato pasado quedaba la afición a los toros, con la vieja plaza donde hoy está el Palacio de los Deportes, la que se empezó a construir en Las Ventas y la de Carabanchel. Se ha llamado la Fiesta Nacional y creo que es una denominación acertada, no porque los españoles, madrileños en este caso, estuvieran impacientes durante toda la semana para sentarse en las incómodas gradas el domingo, sino porque continuaba ocupando buena parte de las conversaciones de los aficionados, entre los que había muchos, la mayoría, que no pisarían una plaza más de dos o tres veces en la vida. El aforo siempre ha sido limitado, por comparación a los desmesurados estadios de fútbol, que acogen casi a 100.000 personas, cifra aproximada a la de liberados sindicales y asesores municipales, autonómicos y estatales.
Llegó a haber cuatro o cinco frontones. Hoy no queda representación de tan atractivo espectáculo
Los hombres -seguía la inercia de la sociedad presuntamente machista- hablaban de la corrida en las barberías, recinto de encuentro social que ha perdido su perfil de seis a diez sillones, con los respectivos fígaros para sumergirse en negocios ambisex.
Los clientes, que iban allí a afeitarse, algo que ahora se hace en casa, comentaban con el peluquero los lances de las figuras, por lo que habían leído en el periódico del día siguiente. Teóricamente, todo el mundo entendía de toros y cada temporada ofrecía el lance entre dos matadores de tronío, que se repartían la fidelidad y el entusiasmo de seguidores que jamás habían visto en el albero. Muerto Manolete y retirado Arruza, en los cincuenta-sesenta pareció triunfar en solitario Luis Miguel Dominguín, que aseguraba plantear la corrida como un problema de aritmética.
Y el fútbol, que había crecido en partidarios con mayor fuerza. El Real Madrid tuvo su campo en Chamartín, desde 1924, año fundacional del Rayo Vallecano, hasta que Bernabéu levanta el actual, en la Castellana. El Atlético jugaba al final de la avenida de la Reina Victoria y los guardametas, sobre el suelo de tierra, se sacudían el barro contra el palo de la portería, gesto ritual que siguen haciendo hoy los sucesores, quizás sin saber por qué. Fue el rey obsesivo de la afición deportiva, divididos los madrileños en merengues y colchoneros. A esta diversión semanal comenzaron a ir, en mayor proporción, las mujeres y los niños, hasta entonces marginados.
Las carreras de caballos nunca llegaron a cuajar como entretenimiento popular, como dije en otra ocasión, quizás porque no caló el ingrediente de las apuestas. Siguió siendo espectáculo elitista donde los propietarios de las cuadras se reservaban el mejor lugar, el acceso al paddock y la competición privada entre sus purasangre. Menos aún, también en aquellos tiempos, floreció la afición a los galgos, aunque hubo un buen canódromo, al otro lado del Manzanares; los madrileños encontraban sosa la persecución de la liebre mecánica y lo confuso y difícil de las apuestas.
Dejando a un lado la afición al teatro y al cine, quedaba otro deporte-espectáculo: el frontón. Llegó a haber cuatro o cinco en Madrid. El más famoso fue el Jai-Alai, en la calle de Alfonso XII, junto a la Puerta de Alcalá, y coexistió con el Recoletos, que ocupaba la manzana del paseo y la calle de Recoletos; el Frontón Madrid, de señoritas pelotaris, en la calle del Doctor Cortezo, y hasta hubo uno en la calle de Sagasta, que no ha dejado traza, pero que se inauguró poco después de acabada la Guerra Civil. Hoy no queda representación de tan atractivo espectáculo, se ve que los vascos residenciados en Madrid han perdido el hervor de la afición.
Como el lector deducirá, no faltaban las distracciones en aquellos años tan denostados y dejamos para otra ocasión hablar de bailes, discotecas y la moda francesa de las bôites y caves, que coparon el París de la posguerra. Madrid era el poderoso imán que atraía a las gentes de una España dolorida, que se levantaba con esfuerzo. Aquí se hacían los grandes negocios y se divertían los que disfrutaban de buena posición, aunque, comparativamente, existe hoy mayor diferencia porcentual entre quienes se permitían un almuerzo en un restaurante de primera categoría, hoy reservados a las tarjetas oro, oficiales u oficiosas.
La presión de la nueva clase dominante, los ex combatientes, ex cautivos, mutilados y héroes en general, comenzaba a mitigarse. Podría decirse que los madrileños estaban hartos de batallitas.
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