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Columna
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Cerrar el grifo

La crisis se ha convertido en un circo fiscal, con ocurrencias de la más variada especie. Cuando los fans de Keynes por fin descubren que los Reyes son los padres (pasa una vez por generación), todo el mundo asume que hay que cerrar algunos grifos. Así, el secretario del Partido Socialista de Madrid, Tomás Gómez, ha pedido que la Iglesia católica reduzca los recursos que le llegan del Estado. Y sectores más duros de la izquierda han avanzado en la crítica contra su histórica enemiga.

Se trata, en efecto, de una magnífica idea, tan magnífica que merece detallada exploración. Si la Iglesia, que recibe un 90% de sus ingresos de cuestaciones propias y de contribuciones voluntarias vía IRPF, debe hacer un ejercicio de austeridad, ¿qué no harán los partidos políticos, a los que sostenemos sin mediar consentimiento? Llevados por su agudo sentido de la justicia, seguro que se lanzan a tumba abierta por las rampas de la solidaridad, por las pronunciadas cuestas de la filantropía, reduciendo los ingresos que obtienen de unos contribuyentes a los que, por cierto, no se les pide permiso para financiar sus organizaciones. Los partidos beben de tres fuentes: la microscópica aportación de sus militantes, la abultada transferencia del presupuesto público y el producto de oscuras operaciones de las que es mejor no hablar, porque para eso está la fiscalía. El admirable principio laico de que los recursos públicos no pueden financiar doctrinas particulares debe aplicarse a la Iglesia. Y a ellos también.

Los partidos, en democracia, articulan la participación política. Eso explica que el régimen electoral y la remuneración de los cargos públicos corran a cargo de la ciudadanía, pero no deberían hacerlo ni sus aparatos ni sus aparateros. Los proyectos que defienden los partidos son totalmente privados. Nunca mejor dicho: son partidistas. Si fuera voluntario, la mayoría de la gente no pagaría por defender la unidad de España, buscar la independencia de Euskal Herria o implantar sobre la Tierra el socialismo, ya sea en su versión de alta o baja intensidad. El impulso de tales objetivos debe correr a cargo de los interesados, no de las cuentas públicas.

Al margen de fomentar la irresponsabilidad moral, el mal llamado Estado del bienestar comporta una estafa económica: la imposición directa recae sobre las rentas del trabajo y la imposición indirecta sobre la gente humilde, que dedica mayor porcentaje de recursos al consumo. En cuanto a los ricos, están ausentes, porque no cometen la ingenuidad de mantener ingresos importantes vía impuesto sobre la renta. Cuando un gobierno quiere arrancar más dinero a los trabajadores, perorar sobre los ricos o jugar la carta miserable de la cristianofobia le ayuda a maquillar una fiscalidad injusta y reaccionaria, una fiscalidad que garantiza, más que el Estado del bienestar, el bienestar del Estado. Y el de los partidos también.

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