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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Gordos y sanos

Elvira Lindo

De la miseria nace la comedia. Al menos la nuestra. Los americanos hicieron reír a la pobre gente con rostros que el tiempo ha convertido en iconos de belleza; los ingleses perpetraron una hazaña memorable, la de hacer graciosa a la tribu más antipática del mundo, su clase alta; en España, como en Italia, hemos optado casi siempre por el retrato del pobre diablo o de aquellos que pasan más hambre que las ratas. Hace unos días me escribió una amiga americana para decirme que en el Instituto Cervantes de Nueva York programaban una película de la que yo le había hablado alguna vez, Bienvenido, Mr. Marshall. Cierto, en mis cábalas sobre por qué lo bueno que produce nuestro país viaja tan torpemente al extranjero le puse el ejemplo de esas películas realistas de los cincuenta o los sesenta que están sin duda a la altura de la época dorada del cine italiano y que no han encontrado el lugar que merecían en la historia del cine. Esta semana se exhibían varias de aquellas películas, seleccionadas por Antonio Banderas, en el Cervantes. La selección era la clásica, quiero decir, los 10 títulos que uno acostumbra a citar a la primera, pero hay películas consideradas menores, como Atraco a las tres, que para mí es una joya de la comedia, y también hay otras, como La tía Tula, Marcelino, pan y vino o El cebo, que jamás dejaría fuera y suelen caerse de la lista. Pero lo importante es que estábamos en la sala de la 3ª Avenida con la 49ª, a esa hora loca en que las ejecutivas llevan los tacones en el bolso y corren hacia sus casas, no en zapatillorras de deporte como antaño, sino sobre unas bailarinas fabricadas en España. Banderas salió al estrado, maduro y enjuto, y presentó brevemente la película berlanguiana. Siempre se tiene miedo o demasiado respeto a presentar un clásico, quizá porque se piensa que la misma obra lo cuenta todo, pero es precisamente esa obra ya indiscutible la que se debe enmarcar dentro de una época: en el caso de Bienvenido Mr. Marshall hay toda una historia detrás de cómo se realizó esta película que ayuda a entender la carga de crítica social que hay en ella. Es pura comedia, pero cuando el pueblo de Villar del Río (Guadalix de la Sierra) se pone en cola frente al Ayuntamiento para que el alcalde tome nota del regalo que desean pedirle a los americanos del Plan Marshall, hay que ser muy duro para que no se te parta el corazón. En esas caras cuarteadas está la España pobre de entonces. Yo nací casi una década después, pero llegué a tiempo para conocer a esos tipos humanos, los hombres de camisa blanca sin cuello y boina calada; las viejas vestidas con sayas y un moño de ese amarillo peculiar que adquiere el pelo blanco cuando no se lava. He visto a los hombres dormitando al sol sobre las garrotas, a las mujeres charlando y cosiendo en las puertas de las casas, al pregonero anunciándose con el cornetín y cantando las novedades del mercadillo. Hace no mucho, los niños de Guadalix que intervinieron en aquella película hablaron de cómo los jodíos peliculeros desembarcaron en el pueblo, de cómo todos a una respondían a las órdenes de Berlanga, de la fiesta que supuso el rodaje. En la película eran los niños rurales de la España atrasada y hambrienta, en el documental, aquellos niños eran personas maduras de un país que, sin duda, no es el mismo. Aquellos habitantes de Villar del Río soñaban con un traje para las fiestas, con chocolate, una bici con faro, una máquina de coser o un tractor. He conocido a personas mayores que habiendo padecido de niños la España del hambre seguían soñando con plátanos o con chocolate. Un deseo infantil perpetuado en el tiempo. No me extraña, esos dos alimentos contienen, por un lado, el sabor mágico de la golosina y, estoy segura, alguna propiedad dietética que hace que la mente los coloque en un lugar preferencial cuando se sueña con alimentos que no se tienen. Mi padre soñaba con chocolate y, al igual que el gánster duerme con el revólver en la mesilla, ya siendo un ejecutivo se proveía de una tableta de Dolca por si el insomnio le atacaba. Al margen de la emoción que producen esos cómicos que tan bien representaban con su propio físico, su habla y sus maneras, a los españoles de entonces, nada hay más conmovedor que los paisanos que actuaron de figurantes. Especialmente los viejos. Veía a los viejos haciendo cola, meditabundos, como si de verdad estuvieran calibrando ese deseo que habían de pedirles a los americanos; pensaba que ellos no conocerían la España que vino luego, la que transformó los pueblos, también la que los destrozó sin respeto y por capricho, enfebrecida en la abundancia. De pronto, sonó la canción tremenda, el pasodoble convertido con justicia en himno de una época: "Los yanquis han venido, olé salero, con mil regalos / y a las niñas bonitas van a obsequiarles con aeroplanos, / con aeroplanos de chorro libre, que corta el aire / y también rascacielos bien conservados en frigidaire". ¡Increíble, no había subtítulos! Y me vi diciéndole a mi amiga al oído, en un inglés desaborío, aquello de que los americanos, gordos y sanos. Cómo han cambiado las tornas también para ellos. Ahora su gordura es, en muchos casos, síntoma de su miseria.

Las películas españolas de los cincuenta y sesenta no tienen el lugar que merecen en la historia del cine
Los ingleses perpetraron una hazaña memorable, la de hacer graciosa a la tribu más antipática del mundo, su clase alta

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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