La iglesia en la que nadie se atreve a casarse
Descubra por qué un ciervo impide que haya bodas en Sant Eustachio. 'Historias de Roma', el nuevo libro de Enric González, nos lleva por una ciudad íntima y cotidiana
El centro histórico de Roma abunda en incomodidades. Las manifestaciones, las comitivas de coches oficiales, las prietas columnas de turistas de crucero recién desembarcados en Civitavecchia, el ejército turístico regular, las estruendosas cogorzas nocturnas de nativos y foráneos, los miniautobuses que encallan en una calleja y braman con la bocina, las sirenas policiales, los músicos ambulantes: todo desemboca aquí.
Pero hay momentos sin barullo y, en cualquier caso, uno acaba acostumbrándose a todo eso. A cambio, el centro, aún no tan homogeneizado como los de otras ciudades (quedan carpinteros, zapateros remendones, artesanos de la piel, barberos de toda la vida), proporciona algo parecido a una placidez provinciana. Quienes habitan ese microcosmos se conocen unos a otros, se saludan por la calle, comentan los eventos futbolísticos y se cuentan las batallitas cotidianas.
Para dar una idea de la densidad del centro, en tiempo y en espacio, les propongo un paseo. (...) ¿Por dónde empezamos? Situémonos en la Piazza di Santa Chiara, por ejemplo. Es una placita casi inexistente, un simple cruce entre Largo Argentina y el Panteón. (...)
Caminemos unos pasos hacia la Piazza della Minerva, decorada con una escultura exótica. A Bernini se le ocurrió decorar la plaza con una escultura original y muy descansada. Digo descansada porque Bernini la firmó y la cobró sin dar ni golpe, o casi: la dibujó, encargó a su alumno Ferrata que esculpiera un elefante (símbolo de castidad grato al papa Alejandro VII porque, se decía, era un animal que copulaba solamente una vez cada cinco años) y le colocó encima un pequeño obelisco egipcio del siglo VI antes de Cristo procedente de Asuán. Y ya está: se cansó Ferrata y se cansa el elefante, siempre con el obelisco a cuestas.
Tal vez nos hemos anticipado, porque en la misma esquina, cuando estamos a punto de entrar en la Piazza della Minerva, vemos a la izquierda un quiosco de prensa. El hijo de los dueños, que jugó en los juveniles del Roma y llegó a coincidir con Totti, es un típico izquierdista italiano (definición: un hombre permanentemente cabreado con los políticos de izquierda) que, cosa no tan típica, soporta con dificultad las pompas católicas. Mal asunto: no trabaja en el barrio más adecuado.
Justo detrás del quiosco, en el 34 de Via di Santa Chiara, se encuentra el negocio de Annibale Gammarelli. Poca broma: es el sastre que confecciona el primer traje de los papas, el que se ponen tras la elección en el Cónclave para asomarse y saludar al público en la plaza de San Pedro. Como no se sabe si el nuevo papa será gordo o flaco, alto o bajo, Gammarelli tiene listas varias tallas. Generalmente, los papas siguen vistiéndose en el mismo sastre, que fabrica y vende también los típicos mocasines rojos, esos que algunos atribuyen a Prada u otras marcas de moda. Benedicto XVI compra en esta tienda, pero los jerséis negros de cuello alto, como el que lucía la tarde de su elección y sigue usando en cuanto se quita el traje de faena, los adquiere en Milán.
A la altura de Gammarelli, flanqueando el lado derecho del quiosco y en la misma calle, justo en la esquina con la Minerva, hay otro clásico eclesiástico, más bien dedicado al prêt-à-porter, aunque también confecciona a medida: hablamos del emporio Ghezzi, que lo mismo vende unos calcetines negros de cura rústico que decora el interior de una iglesia. En Ghezzi hay de todo, desde cálices hasta calzoncillos. Yo no pasaría de largo sin comprar, al menos, unos calcetines rojos de cardenal. Los más viciosos, o los que deseen una auténtica experiencia cardenalicia, pueden comprar también un liguero rojo como el que suelen utilizar los príncipes de la iglesia cuando visten de gala.
Sigamos adelante y veamos, a mano derecha, el pie di marmo, un pie colocado en la esquina de la calle del mismo nombre con la Via di Santo Stefano del Cacco. Perteneció a una gran estatua romana, no sabemos más. Ni siquiera hay acuerdo sobre si el pie es femenino o masculino, aunque, a tenor del calzado, uno apostaría por lo segundo. Es posible que proceda del antiguo templo de Isis, que se alzaba donde hoy se alza Santa Maria sopra Minerva y del que quedan fragmentos en el sótano de la iglesia. Entren, si les apetece, en la iglesia. Hay mucho en el interior. Un crucifijo de Miguel Ángel, sin ir más lejos. Disculpen que no les acompañe, creo que se orientarán mejor con una clásica guía turística.
Consejo de amigo
Una vez sobrepasada la iglesia de Santa Maria, y a la altura del pie de mármol, nos introducimos en territorio jesuita. San Ignacio de Loyola y los suyos establecieron aquí sus dominios, sobre un eje que va desde la iglesia del Jesús a la de San Ignacio, pasando por el Colegio Romano, que fue la gran universidad de los monjes-guerreros de la Contrarreforma. Y ahora, un consejo de amigo. A la izquierda, antes de pisar la Piazza del Collegio Romano, se abre la Via di San Ignazio. En el número 52 se esconde, literalmente, uno de los prodigios romanos menos conocidos: la Biblioteca Casanatense, que hasta el siglo XVIII fue una de las mejores del mundo. La fundó el cardenal Casanate (1620-1700), dominico, nacido en Nápoles en una familia de origen navarro, los Aoiz; fue gobernador de diversos territorios papales, inquisidor en Malta y bibliotecario de la Santa Iglesia Católica. Gracias a su cargo de archivista vaticano acumuló libros preciosos, que unió a los heredados de su padre en una colección fabulosa que hoy reúne más de 350.000 volúmenes antiguos, entre ellos 6.000 manuscritos y 2.200 incunables, además de la mejor colección de edictos papales. La sala principal de la Biblioteca Casanatense es una de las estancias más bellas de Roma. Entrar es gratis. A las 9.00 y a las 15.00 (conviene confirmar) hay visitas guiadas.
Sigamos por la misma calle hasta la plaza y la iglesia del mismo nombre. La iglesia de San Ignacio, más que la cercana del Jesús, catedral de los jesuitas, muestra la tremenda potencia visual del arte de la Contrarreforma. No hablamos de virguerías barrocas, sino de auténticas alucinaciones visuales. Ya sé que estamos entre gente de mundo y que no hace falta avisar, pero no entren en este templo bajo el efecto de una droga: podrían pasar un mal rato porque del techo pintado por Andrea Pozzo brotan manos, rostros y rayos divinos. Brotan literalmente, acercándose al observador. Ni la aparente profundidad del techo ni la falsa cúpula pueden describirse correctamente: hay que estar ahí, bajo el invento de Pozzo, para comprender de qué hablamos.
A la salida de la iglesia, desde la puerta, miremos la placita que tenemos ante nuestros ojos y apreciemos la simetría: es un exquisito escenario teatral.
Volvamos rápidamente a la Piazza del Collegio Romano, porque hay otra cosa que no podemos perdernos: el Museo Doria-Pamphili. La entrada es carilla y el museo es bastante doméstico: una rama de los Doria, italobritánica, sigue viviendo en el piso de arriba. Vale la pena dar una vuelta por el interior, pero lo imprescindible está en un rincón, en una sala minúscula con una puerta cerrada al fondo que utilizan los propietarios, los Doria, para bajar de vez en cuando a contemplar su joya: el Inocencio X pintado por Velázquez. El artista español retrató al papa Inocencio tal como era, con toda su desconfianza y su crueldad dibujada en los ojos. Es un cuadro sobrecogedor. Siglos después, el pintor británico Francis Bacon, obsesionado con el retrato velazqueño, volcó sobre el rostro de Inocencio X un imaginario litro de ácido y lo deconstruyó en un retrato tan impresionante como el original.
Tomemos la Via della Gatta, donde está la cafetería del museo, y tras recorrer unos metros llegaremos a la placita Grazioli. Habrá, con toda seguridad, algún coche de policía, porque nos encontramos ante la entrada de servicio del Palazzo Grazioli, residencia romana del cavaliere Silvio Berlusconi. Lo de cavaliere, ya que lo mencionamos, es un título que se inventaron los burgueses del norte para no ir por la vida sólo con el nombre y el apellido; no significa nada, aunque ahora, en una república que canceló los títulos nobiliarios (en Italia no hay condes ni marqueses, si exceptuamos la nobleza negra), es lo único disponible. En el interior del palacio, entre estancias majestuosas, antigüedades, obras de arte y la corte berlusconiana de señoritas alegres, hay un salón que reproduce con total precisión, banderas y bustos incluidos, la sala de consejos de ministros del Palazzo Chigi (se pronuncia "Quichi"), sede de la Presidencia del Gobierno. Berlusconi se lo hizo construir durante el mandato de Romano Prodi, cuando se encontraba en la oposición, para apaciguar el síndrome de abstinencia del poder.
Saldremos a la Via del Plebiscito y tomándola a mano derecha (si quieren visitar la catedral jesuita del Jesús, la tienen justo a la izquierda: podemos esperar un rato) nos plantaremos en Largo Argentina. Aquí, frente al desaparecido pórtico de Pompeyo, había unos templos de los que se ignora todo. Fueron descubiertos en el siglo XIX, cuando los reyes piamonteses, recién conquistada la ciudad a los papas, se dedicaron a ampliar algunas calles céntricas para adecuarlas a sus desfiles y sus cosas. Como no sabemos gran cosa de estas ruinas, las llamamos Area Sacra, área sagrada, y listos.
Asomados a las ruinas veremos gatos, muchos gatos. Roma es una ciudad gatuna, y estas piedras viejísimas constituyen el epicentro de la felinidad mundial. Las ruinas ejercen, desde hace décadas, la función de residencia de gatos abandonados. (...)
En la Piazza di Sant Eustachio, lo suyo es tomar el mejor café del mundo. Lo preparan en el Caffé Sant Eustachio, tostando los granos con leña cada mañana y moliéndolos sobre la enorme cafetera, que está de espaldas al público para no divulgar los "secretos" del negocio. Ustedes dirán, quizá, que no es el mejor café del mundo. Vale. Pues aquí nos peleamos. Sepan que no lo digo sólo yo, lo dicen también los romanos, las guías turísticas y hasta The New York Times.
Cuando llevaba a algún visitante al café, solía imponerle una prueba previa: tenía que decirme por qué nadie quiere casarse en la iglesia de enfrente, la iglesia de Sant Eustachio. Es posible que conozcan la historia de este santo. Era un general romano, de nombre Placidus, que combatió a las órdenes de Trajano. Un día, mientras cazaba, vio una cruz luminosa entre las astas de un ciervo y se convirtió al cristianismo. Fue martirizado en el año 118, durante las persecuciones de Adriano, y santificado como Sant Eustachio.
Ya está casi todo dicho. Ahora sólo tienen que mirar hacia el techo de la iglesia, donde se alza una cruz sobre una cabeza de ciervo dotada de una fenomenal cornamenta. Evidentemente, a los romanos no les gusta salir de su boda bajo la sombra de los cuernos.
Ahora sí, se han ganado un gran caffé, el sensacionalmente cremoso café doble del Sant Eustachio. Sobre todo, no se confundan de café. El que está en la esquina, con un agradable aspecto antiguo, pertenece, dicen, a la Camorra napolitana. La policía lo cierra de vez en cuando, pero vuelve a abrir enseguida. Cosa de las influencias, supongo.
Los 'sampietrini'
Ánimo, no nos queda casi nada. Estarán lamentando los puñeteros adoquines, los sampietrini (por la fábrica de materiales creada para construir la basílica de San Pedro), tan bonitos y tan incómodos para caminar. Hagamos un último esfuerzo para remontar la leve cuesta de la Via della Dogana Vecchia, la Aduana Vieja. Podrían pensar ustedes que suben una pequeña colina, y se equivocarían. En realidad no hay tal colina, sino una montaña de ruinas cubiertas de asfalto, de ahí la pendiente.
Siguiente parada, San Luigi dei Francesi, que guarda varias pinturas de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), el pintor-fotógrafo, el pintor que encarna la ambivalencia romana para lo lúdico y lo cruel, el gran tenebrista, el genio con alma de canalla que iba de trifulca en trifulca y un día, muy cerca de donde estamos, junto a la actual Piazza de Campo Marzio, mató a estocadas a un tipo porque le había ganado en un juego parecido al tenis. Para poder ver sus cuadros hay que iluminarlos, y para iluminarlos hay que echar monedas en una maquinita. Pobre Caravaggio, no se merecía esa mezquindad.
Y ahora, siguiendo la callejuela que nace frente a la iglesia, la Via dei Giustiniani, llegamos por fin a nuestro destino. Se trata de una de las plazas más bellas del mundo, dominada por uno de los edificios más singulares del mundo: el Panteón.
El Panteón es el tercer Panteón. El primero, construido por Marco Agripa en el año 25 antes de Cristo, quedó destruido por el gran incendio del año 80. El segundo, hecho por Domiciano, duró poco: en 110 le cayó un rayo y ardió también. La obra de Adriano, en cambio, duró para siempre. Para que se hagan una idea, sólo en 1958 los técnicos modernos consiguieron levantar una cúpula de hormigón más grande que la del Panteón. Hasta entonces no había sido posible reproducir tal maravilla.
Aunque el edificio es de Adriano, éste prefirió dedicarlo a Agripa, creador del primer templo: "M. Agrippa L. F. cos tertium fecit" (Marco Agripa, hijo de Lucio, lo hizo en su tercer Consulado). El nombre sugiere que el templo se utilizaba para adorar a todos los dioses. Tal cosa resulta, sin embargo, poco verosímil: los romanos antiguos no tenían costumbre de someter a sus dioses a la promiscuidad de convivir amontonados, y cada uno disponía de sus templos. Fuera para lo que fuera, siglos más tarde se convirtió en iglesia cristiana, fue utilizado para enterrar al pintor Rafael y a varios miembros de la casa real de los Saboya, y en él se celebran misas.
Si les quedaran ganas, verán en la plaza una cafetería llamada La Tazza d'Oro. Es la única que rivaliza con la cafetería Sant Eustachio. Para mí no hay color, pero en este caso tolero la heterodoxia.
Casi no me atrevo a decirlo, porque ocurre rarísimas veces. Lo de que nieve en Roma, digo. ¿Nieva y están en Roma? Corran hacia el Panteón y hagan lo que hace cualquier romano informado: entren y miren al techo, al agujero de la cúpula. Los copos entran en el templo y quedan suspendidos girando en el aire. Sólo eso. Tal vez tengan ocasión de contemplar un espectáculo más sublime, pero dudo que sea en esta vida.
» Extracto de Historias de Roma (RBA), de Enric González, quien fue corresponsal de EL PAÍS en la capital italiana entre 2003 y 2007.
Guía
Información
» Oficina de turismo de Roma (http://es.turismoroma.it)
» Biblioteca Casanatense (www.casanatense.it; 0039 06 397 60 31). Via di San Ignazio, 52. Abre de lunes a viernes, de 8.00 a 19.00; sábados, hasta las 13.30.
» El Panteón abre de lunes a sábado, de 8.30 a 19.30 y el domingo, de 9.00 a 18.00. La entrada es gratuita
» Turismo de Italia (www.enit.it)
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