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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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La vida como nunca fue

Manuel Rodríguez Rivero

Vista con la limitada perspectiva de los 30 años transcurridos desde su muerte, lo que ahora resulta menos perecedero de la obra de Sartre son sus escritos biográficos (Baudelaire, Genet, Flaubert) y memorialísticos, caracterizados todos ellos por el empeño de evitar la construcción literaria de las vidas (propia y ajenas), como si desde el principio se conociera el resultado. Lo vivido suele guardar escasa relación con el relato apuntalado en el sentido y la finalidad que constituye el núcleo de lo que el pensador francés denostaba como "memorias burguesas". Igual que hacen las novelas con el mundo, las biografías y autobiografías convencionales intentan reordenar el caos de las vidas personales, confiriéndoles un significado impostado desde el presente.

En sus memorias, Sartre, usando la ironía como escalpelo, emprende una demoledora crítica de su infancia pequeñoburguesa

En Les mots et autres écrits autobiographiques, un estupendo volumen publicado recientemente por La Pléiade, la contundente brevedad de Las palabras (1964) aparece como introducción al millar largo de páginas "autobiográficas" seleccionadas por los editores, pero, en realidad, se trata del resultado de un proceso iniciado desde los comienzos mismos de la actividad literaria de Sartre. El "contemporáneo capital" (según lo definió Mauriac) presente en todas las encrucijadas ideológicas y políticas de su tiempo, no muestra ninguna complacencia consigo mismo en su desmitificadora y heterodoxa autobiografía. Dividida en dos partes -Leer y Escribir-, su marco cronológico es la infancia entre los cuatro y los 11 años, esa "etapa dorada" sobre la que casi todos los memorialistas arrojan una mirada benevolente. Sartre, no. En poco más de 140 páginas y utilizando la ironía como escalpelo, el autor emprende una demoledora crítica de su acolchada infancia pequeñoburguesa que supone, de paso, la transgresión de casi todas las convenciones del relato autobiográfico.

A partir del siglo XVIII la escritura memorialística se convierte -antes que la novela- en escenario privilegiado de la experimentación literaria: Rousseau, Casanova, o nuestro Torres Villarroel (quien se refería a su Vida como "novela certificada") son conspicuos representantes de cierto tipo de escritura autobiográfica que va a influir de manera extraordinaria en las ficciones del XIX. Sartre, que ya ha dejado atrás la escritura de novelas, se inscribe en esa tradición, enriqueciéndola mediante la incorporación de elementos habitualmente excéntricos al género: la digresión ensayística, el panfleto antiburgués, el (auto) retrato expresionista, la reflexión moral, la deformación consciente y provocativa de la vida vivida, la mirada ucrónica del adulto de ahora sobre el niño que imagina haber sido. El resultado es que esas memorias "existencialistas", ideológicamente sesgadas desde el presente, contienen una dosis de autenticidad muy superior no sólo a la de la narración autobiográfica, sino también a la de la "confesión íntima": eso es lo que las convierte en una obra maestra del género. Y el procedimiento para conseguirlo, "manteniendo el pasado a respetuosa distancia", es precisamente la buscada confusión de los diferentes "yos" que hablan y se interfieren en la reinterpretación de aquella infancia lejana: el del hombre-Sartre que mira hacia atrás, el del intelectual prestigioso de los cincuenta y sesenta pendiente de su alrededor, el del niño mimado que se observa con (imposible) mirada adulta, el del preadolescente que descubre precozmente su impostura y su fealdad (otro de los rostros de la contingencia) y decide convertirse en escritor para conjurarlas.

En Las palabras, Sartre se construye una autobiografía en la que el espacio de la intimidad queda puesto en solfa por el de la reflexión irónica ("nunca he conocido a nadie más público que yo", decía de sí mismo el paradigma del intelectual del siglo XX). La fuerza de estas "memorias" reside en la interpretación, no en los hechos narrados. Y la herramienta hermenéutica empleada es, naturalmente, la palabra. Con ella (leyendo, escribiendo) Sartre intenta liberarse de un pasado que nunca, ni para nadie, acaba de pasar del todo.

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