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Columna
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¿Democracia o mercadocracia?

Josep Ramoneda

Si soberano es aquel que tiene la última palabra, ¿quién tiene la última palabra en nuestras sociedades todavía llamadas democráticas, la ciudadanía o los mercados? Noticias de este fin de semana: los gobernantes europeos negocian a toda prisa un fondo de rescate multimillonario para, en palabras del ministro sueco, "parar a las jaurías de los mercados". El Gobierno español se saca de la manga una nueva reducción de gasto -esta vez de 15.000 millones, entre este año y el siguiente- sin que se sepa qué partidas serán las afectadas, para calmar a los mercados. Y en Inglaterra se presiona al liberal Clegg para que llegue a un acuerdo de gobierno con los conservadores de Cameron, antes de que los mercados se pongan nerviosos. Desde que empezó la crisis, en Europa, como en Estados Unidos, se ha rescatado del desastre a las entidades financieras causantes de la crisis con ingentes cantidades de dinero público. Naturalmente, esta operación de salvamento tuvo efectos sobre las cuentas públicas en forma de déficit. Ahora los ínclitos mercados exigen que se reduzcan estos déficits a matacaballo. ¿Quién manda aquí? Felipe González respondía con guante de seda a esta pregunta, en este mismo periódico: "Ha habido una decadencia de la autoridad para ejercer la defensa de los intereses generales frente a los escollos que existen en las sociedades".

Cuando la capacidad de indignarse desaparece, se llega a la indiferencia y a la aceptación de que el ciudadano no tiene la última palabra

El discurso de los mercados es perverso en doble sentido: invierte el sentido de la democracia e impulsa una cultura de la irresponsabilidad. Fuera ficciones: es el dinero el que tiene la última palabra. Los gobiernos van a remolque, por lo menos hasta que la irritación de los ciudadanos se traduzca en señales efectivas de indignación. De momento ya es interesante constatar la desconfianza que transmiten algunas respuestas ciudadanas. Podría parecer que lo que corresponde a un momento de crisis es dar mayorías claras para gobernar, para que se puedan tomar las medidas que sean necesarias. Pero el ciudadano desconfía de todos: en el Reino Unido, los conservadores no han conseguido la mayoría que esperaban. En Alemania, han dejado a la cancillera Merkel sin una mayoría que le permitiera gobernar cómodamente. Y en España, en las encuestas de opinión, son más los partidarios de pactos de calado entre los partidos que de elecciones anticipadas. Poca confianza en que alguien sea capaz, por sí solo, con su autoridad, de resolver, porque la autoridad no se vislumbra por ninguna parte. ¿Próximo paso? La indignación o la indiferencia.

Dice un relevante político europeo que la indignación es una reacción sana, pero que no construye políticas. Discrepo profundamente. ¿Dónde estaríamos hoy sin los impulsos de la indignación ciudadana? Sin el impulso de la indignación moral, ¿Europa habría vencido al fascismo? ¿Los negros norteamericanos hubiesen conquistado los derechos civiles? ¿Nuestros conciudadanos de la Europa del Este hubiesen abatido a los regímenes de tipo soviético? La indignación forma parte del acervo de la democracia. Y cuando la capacidad de indignarse desaparece, se entra en la pendiente que conduce a la indiferencia, a la resignada aceptación de que los ciudadanos no tenemos la última palabra.

Los mercados es un eufemismo extremadamente útil para que los responsables de la crisis pasen por ella impunemente. Los mercados no son un fenómeno de la meteorología o un movimiento incontrolado de la tierra, son el resultado de decisiones tomadas por mucha gente, que tienen actores principales -con capacidad de movilizar miles de millones- que son los que provocan los grandes movimientos. Y estos actores tienen nombres y razones sociales: son bancos, fondos de inversión, empresas de capital riesgo, inversores y otras muchas figuras del abanico financiero. Tuvieron una responsabilidad muy grande en la crisis y ahora se esconden bajo el genérico "mercados" para seguir imponiendo su ley, sin haber corregido en nada los excesos que nos metieron a todos en un buen lío. A muchos de ellos les salvaron los Estados. Ahora exigen recorte del gasto público y reducción de los salarios. El mensaje de irresponsabilidad es tan enorme que es perfectamente legítimo sospechar que ya se está incubando una nueva burbuja. Y lo que llega a la ciudadanía es absolutamente desmoralizante: para algunos todo está permitido, porque cuanto más grande sea la catástrofe que provoquen, más garantía tendrán de que los gobiernos les rescaten.

El capitalismo es así, dicen algunos. La pregunta es si seguir así es compatible con la democracia. ¿O vamos hacia una especie de Estado autonómico universal, en que los gobiernos de los Estados hacen el paripé de la política y las grandes decisiones las toman los mercados erigidos en gobierno central soberano e incontestable?

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