¿Tú te acuerdas de Chamón?
"¿Para qué quieres Ku Klux Klan si ya tienes al PP de Badalona?", me dijo mi amigo Marcelino, y pintó un redondel en el aire para que el camarero pusiera otra ronda.
"¿Lo mismo?", preguntó el dueño del bar.
"Lo mismo. Siempre lo mismo", farfulló Marcelino, y en sus ojos se encendió un Fahrenheit con todos los libros que había leído. Al otro lado, los últimos pisos viejos de San Roque seguían en pie, con las esquinas roídas igual que un queso sucio, los balcones más bajos tapiados con ladrillos y cemento reseco, espumeante, barroco como la baba de un perro rabioso. Por donde faltaban las fachadas de los edificios se veían las baldosas de los cuartos de baño, el papel estampado del comedor. Una casa de muñecas locas. También quedaban cuatro trapos tiesos, un trozo de delantal, unos calcetines que un vecino se había dejado en el tendedero. Y quedaban colgando en las ventanas trozos de viseras de plástico verde que habían puesto para que el sol no entrase tanto en la casa. Pero los pisos estaban ya deshabitados para siempre, igual que ocurre con las canciones de los Korgis.
"Aquí siempre pasa lo mismo", retomó el hilo mi amigo. "Se llenan la boca de memoria histórica, y el otro día parecía que iban a acompañar el féretro de Samaranch hasta el Valle de los Caídos, con gorros con plumas y a caballo. ¿Tú te acuerdas de Chamón, el de las gambas?".
Chamón tenía una pescadería y cada viernes le enviaba una caja de gambas frescas a Tejero, a Figueres. A Chamón la mano se le iba a la chaqueta, y entonces amagaba con sacar la pistola. Chamón, antiguo jefe de la guardia de Franco. Eso le daba derecho a tener un arma corta. Chamón y su voz telegráfica, de locutor de radio, que habría servido para el nodo; pero Chamón al cine sólo iba a Badalona, y los domingos por la tarde, y eso si Monguió estaba de portero.
Monguió andaba con muletas. Los fines de semana le llamaban para cortar entradas en la puerta del cine Victoria, que era la victoria de la guerra. Monguió, condecorado en campaña en Brunete, y luego mutilado de la División Azul. De los que dijeron que estaban dispuestos a ir andando hasta Moscú para devolverles la visita a los rusos, y que volvió del lago Ilmen con las piernas congeladas. Al hablar, Monguió creía que escupía metralla, pero eran perdigones de saliva lo que lanzaba. A Monguió se le había dorado el bigote con el oro barato del tabaco. Su voz gangosa de soltar siempre la primera ganga que se le ocurría. En la cartera llevaba Monguió un carnet de Falange de primera hora y una foto de la boda de su hija. A la niña se la veía maciza y alegre, en el comedor, vestida de novia, al lado de un jarrón, unas flores y entre los retratos enmarcados de Hitler y Mussolini.
Quien de verdad había trabajado en el cine era Bravomalo, con su bigotillo de galán, que precisamente le hicieron afeitarse para la película en que salía. Bravomalo reunía de sobra ambas condiciones de su apellido, y quizá por eso le dieron un papel de Gestapo. No tenía que decir nada en su escena, pero salía deteniendo a un comunista. Le tiñeron el pelo de rubio. Y con esa pinta se hizo una foto de uniforme y brazalete, disfrazado de nazi. Bravomalo también estuvo en la guardia de Franco, y también llevaba pistola. Al principio de la democracia, Bravomalo, Monguió y Chamón habían inaugurado en un piso la sede local de Fuerza Nueva. Salieron borrachos a la calle, y se liaron a porrazos con las pancartas de unos trabajadores en huelga.
"Vamos esta noche y le arrancamos las adelfas", propuso Monguió levantando una muleta como si hubiera levantado el brazo.
"¡Sólo cometen barbaridades!", protestó Chamón con remilgo.
Junto al muro de la Procolor, que coloreaba con sus vertidos la orilla de la playa, los tres amigos prepararon su gesto de desafrenta a lo que Chamón llamaba "la verdad de los hechos".
"Los hechos tienen su verdad, y la historia otra. Los hechos son lo que pasa, y la historia es lo que queda", explicaba Chamón.
Bravomalo se abotonó la americana encogido por el viento nocturno que llegaba de la playa. El traqueteo del tren le obligó a repetir sus palabras. Buscó el calor de los raíles una rata salida de la desembocadura del río.
"Con la mierda del tren no te he entendido", al hablar Chamón se dio cuenta de que a él también la traqueteaba la voz.
"Os decía que sí, que vayamos esta noche".
Monguió asintió y escupió con puntería su gargajo de bronquítico crónico. Se pasó por la boca un pañuelo con las iniciales bordadas.
"Pues no se hable más. Nos plantamos esta noche y le depilamos las adelfas al monumento", Chamón volvió al ataque.
"Los socialistas lo arreglan todo con florecitas", ironizó Monguió.
"Como los hippies", Bravomalo recogió la broma.
"Los hippies son todos unos hijos de puta", Monguió se sintió molesto. "Mi hija está casada con uno, y cuando voy a verla al Singuerlín, donde viven, les echa la casa un pestazo a grifa...".
"Pobre chavala".
"¡Sí, pobre! ¡Ella también le arrea!", se sinceró Monguió.
Luego los tres viejos camaradas cruzaron el paso a nivel acompañándose en silencio hasta llegar al monumento a la sardana que mandó levantar un alcalde franquista frente a la puerta del ayuntamiento. Era un bloque de piedra con una colla sardanista en relieve, y en la base del monumento estaban grabados el yugo y las flechas. Pero en el último pleno, se aprobó que se plantasen unos setos delante del símbolo de Falange para disimularlo. No duraron dos días las adelfas. Y Chamón, Bravomalo y Monguió estuvieron una semana celebrando su gesta de bar en bar.
Cuando mi amigo Marcelino terminó de recordar la historia, me pidió que le acompañase a la calle de Nápoles, en el barrio de La Salud, cerca de San Roque.
"¿Ves estos pisos?", me dijo. "Ahí nací yo. Según los peperos la gente que vive aquí es muy mala. ¿Sabes qué te digo? Que los malos fueron quienes hicieron todo esto. Pero a esos los están enterrando a todos a bombo y platillo".
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