'Caso Garzón': las críticas no son excesivas
El acoso judicial a Baltasar Garzón -creo sinceramente que así puede ser definido lo que está sucediendo a este magistrado- ha suscitado, dentro y fuera de nuestra sociedad, perplejidad primero e indignación después. Uno y otro sentimiento se han manifestado en diversos ámbitos y su expresión alcanzó quizá singular resonancia en el acto celebrado el pasado día 13 en la Universidad Complutense. Lo que allí se dijo -y lo que no se dijo pero ha sido imaginado por algunos- ha provocado una avalancha de reacciones contrarias. Algunas de ellas se han situado en el campo del insulto soez o de la amenaza apenas velada, pues se ha llegado a insinuar que los nuevos cachorros del franquismo pueden volver a las andadas de sus mayores. Otras han optado por la descalificación política del acto considerándolo antidemocrático y constitutivo de un ataque a la independencia judicial y a la Constitución, y otras, confundiéndose a veces con las anteriores, han insistido sobre todo en lo que estiman un exceso intolerable en el ejercicio de la libertad de expresión.
El poder judicial, como los otros poderes del Estado, puede ser criticado mientras trabaja
No es extraño que la discutible acción de la Sala Segunda suscite duras críticas
Sólo quiero comentar en este momento la tercera de las citadas reacciones. Prescindo de la primera por obvias y elementales razones de buen gusto y de la segunda porque estoy seguro de que una somera reflexión sobre la democracia y una relectura de la Constitución bastarán para que quienes han reaccionado de este modo caigan en la cuenta de su error. Sí me parece necesario, en cambio, prestar atención a la afirmación de que las críticas a la actuación de la Sala Segunda del Tribunal Supremo en el caso Garzón, vertidas en el acto mencionado, excedieron los límites que a la libertad de expresión impone el respeto debido a la Sala.
Para responder adecuadamente a tal afirmación se debe partir de estas consideraciones básicas:
1. Todos los órganos del poder judicial, como los de los otros poderes del Estado, están sometidos a la crítica de la opinión pública, que puede proyectarse tanto sobre el contenido de las resoluciones judiciales como sobre las repercusiones sociales que de ellas puedan derivarse.
2. El ejercicio de dicha crítica, que sólo supone un control difuso, no atenta en una sociedad democrática contra la independencia judicial, que únicamente pueda verse eventualmente amenazada por los otros poderes, por el órgano de gobierno del propio poder judicial y por los juzgados y tribunales superiores en el orden jerárquico judicial.
3. Las críticas no tienen forzosamente que retroceder ante el uso de expresiones que puedan resultar molestas e incluso hirientes para los jueces criticados, siempre que no tengan un significado objetivamente calumnioso o injurioso.
4. No hay razón alguna para exigir que el ejercicio del derecho de crítica se demore hasta que el proceso alcance una determinada altura, como parece insinuarse cuando se repite el tópico de que "hay que dejar trabajar a lo jueces". En el curso del proceso pueden recaer resoluciones trascendentes, que afecten gravemente los derechos de las personas y que sean cuestionables, como ocurre, por ejemplo, con el auto por el quese admite una querella o en que se imputa formalmente a un querellado.
En relación con esta última consideración, debe recordarse que los jueces y tribunales, antes de admitir una querella y, con mayor razón, antes de imputar a una persona el delito del que se le acusa, tienen que realizar un provisional pero riguroso juicio de tipicidad, es decir, de incardinación del hecho objeto de acusación en un tipo de la ley penal.
El rigor de este juicio -que no se refleja en frases como "no es descartable" o "no es absurda la hipótesis"- es especialmente exigible cuando quien postula la acusación no es el Ministerio Fiscal, que "tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley -artículo 124.1 CE-, sino ciudadanos o personas jurídicas de las que cabe sospechar fundadamente que no persiguen la satisfacción del interés público tutelado por la ley, sino intereses privados que nada tienen que ver con aquél.
Hay serios motivos para pensar que ese juicio de tipicidad ha estado ausente en las resoluciones que viene dictando la Sala Segunda del Tribunal Supremo en la causa seguida a Baltasar Garzón, por haber iniciado actuaciones para la investigación de los crímenes del franquismo -prescindo momentáneamente de las otras dos causas que se instruyen al mismo magistrado- a instancia de asociaciones tan suspectas de intereses espurios como Manos Limpias, Libertad e Identidad y Falange Española de las JONS. Y en contra, por cierto, del imparcial criterio del Ministerio Fiscal.
De no ser por dicha ausencia, es muy difícil explicarse que se esté imputando a Baltasar Garzón un delito de prevaricación cuyo tipo consiste -artículo 446 CP- en dictar a sabiendas una resolución injusta, esto es, una resolución ajena a toda opción jurídicamente defendible, a toda interpretación razonable de la norma o normas que se aplican, según enseña una constante doctrina jurisprudencial.
Es indudablemente legítimo que la Sala Segunda del Tribunal Supremo no esté de acuerdo con los argumentos en que fundó su decisión Baltasar Garzón.
Tampoco lo estuvo la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional cuando la revocó, aunque con el voto discrepante de tres de sus magistrados, al estimar el recurso interpuesto por el Ministerio Fiscal contra el último auto del juez. La Sala puede estimar, por ejemplo, que un juez de la Audiencia Nacional carece de competencia para investigar los crímenes del franquismo, que los mismos han prescrito, que la Ley de Amnistía 46/1977 es un obstáculo insalvable para su persecución o que la Ley 52/2007 llamada de la Memoria Histórica impide a la autoridad judicial investigar hechos que han sido situados en el ámbito administrativo.
Pero esta diferencia de criterios, que bastaría ciertamente para privar de validez jurídica a la resolución del juez si estuviese sometida al control del tribunal en el contexto de un recurso, no es suficiente para tacharla de injusta y prevaricadora.
Porque los razonamientos de Baltasar Garzón no son en absoluto irracionales y las conclusiones que de ellos extrae no son en modo alguno arbitrarias.
A lo que es preciso añadir que la posibilidad de que la interpretación de las normas realizada por un tribunal superior convierta en delictiva la contraria del inferior constituye -esto sí- un gravísimo riesgo para la independencia judicial.
Siendo así, a nadie debe extrañar que la discutible actuación de la Sala Segunda haya suscitado tantas críticas y que algunas hayan alcanzado una considerable dureza aunque ello no implica un exceso reprochable ni, como se ha dicho, intolerable.
No cabe olvidar el abono que suministran a la crítica previsibles y lacerantes consecuencias de aquella actuación, como la frustración de las asociaciones de la Memoria Histórica, el apartamiento de sus funciones de Baltasar Garzón y el increíble espectáculo de un juicio oral en que un partido político, heredero directo del que proporcionó su ideario fascista a la dictadura, acuse, como prevaricador, al juez que pretendió precisamente investigar sus crímenes.
José Jiménez Villarejo es ex presidente de las Salas Segunda y Quinta del Tribunal Supremo.
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