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Tomemos en serio al TC... y a la Constitución

Juan F. López Aguilar

Nuestro Tribunal Constitucional no forma parte del Poder Judicial, pero es un órgano jurisdiccional: resuelve conflictos en Derecho mediante la interpretación de la Constitución, de la que actúa no como único sino como supremo intérprete.

A partir de ahí, es imposible exagerar la relevancia estratégica del Tribunal Constitucional en la preservación de nuestra convivencia, de su vigor normativo y de su capacidad de integrar el pluralismo de España y el dinamismo que le abre cauces de futuro.

Por eso mismo es también imposible subestimar la importancia del prestigio del órgano y de sus miembros para la confiabilidad de nuestras reglas de juego. Durante 30 años, el Estado autonómico se ha venido construyendo a lomos de sus sentencias. No es extraño que el deterioro de la credibilidad de este órgano amenace seriamente su función integradora.

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A lo largo de este tiempo, la reputación del Tribunal Constitucional ha estado expuesta a varios riesgos, entre los que se ha subrayado la hipertrofia del amparo y su judicialización (con la traslación al Tribunal Constitucional de las mismas inercias, sesgos, dilaciones e ineficiencias de la Justicia ordinaria).

Para explicarlo, los especialistas han aducido factores orgánicos (la pérdida de adecuación de sus medios ante una carga creciente) y otros estructurales (sus fricciones cada vez menos soterradas con otros órganos, notablemente el Tribunal Supremo). Pero hay también causas políticas.

Destaco aquí la insensata táctica de asalto partidista al Constitucional, exacerbada en estos años por una operación orquestada desde parte de la derecha para deslegitimar la producción legislativa del Gobierno socialista, en especial contra aquélla de mayor calado reformista.

El jalón más significativo del desencadenamiento de esta sumisión del Tribunal Constitucional a tan miope tacticismo arranca en la torticera recusación interpuesta por el PP en el asunto Estatut de Cataluña, no sólo contra Pérez Tremps (sobre la rechazable alegación de un trabajo doctrinal muy anterior, en el marco de una obra científica cuya solidez le avaló para el cargo) sino contra la propia presidenta del órgano, Maria Emilia Casas (sobre la ominosa alegación de un estudio del que no era ella la autora, sino su marido, jurista también de prestigio).

Desde entonces hemos asistido a una deriva catastrófica que duele y preocupa, no sólo a los profesores de Derecho Constitucional, sino a cuantos ciudadanos estamos identificados con sus valores profundos y sabemos que éstos no se sostienen por sí solos. Por el contrario, requieren, por su fragilidad, de uncompromiso cívico intensivo e incesante.

Han trascurrido cuatro años desde la aprobación del Estatut, y eludo aquí argumentar sobre el fondo o sobre la problemática derivada de recurrir en Cataluña lo que no ha sido impugnado ni en Andalucía ni en la Comunidad Valenciana. Me centro -por su gravedad- en la inaceptable imposición de una inconfesada mutación constitucional, en contra de la dinámica reglada por la propia Constitución para renovar el órgano por tercios cada cuatro años, sirviendo al saludable objetivo de impedir que la composición del Constitucional responda en cada momento a las mayorías políticas decantadas en las urnas.

En contra de este mandato, el Partido Popular ha conseguido imponer su obstaculización de la inteligente pauta de renovación que ordena y quiere la Constitución. Su estrategia, cada vez más transparente de puro desfachatada, comporta bloquear el órgano para apuntalar como sea una cuasi petrificada correlación de fuerzas dentro del Tribunal, cuyo objetivo será decantar la sentencia del Estatut conforme a sus intereses.

Yendo todavía más lejos, el Partido Popular parece haberse ya determinado a impedir toda renovación hasta que se cumpla su cálculo de una mayoría de derecha en el Congreso y el Senado, tras esa hipotética victoria en 2012 que las urnas les negaron en 2004 y en 2008. Si ese designio se cumpliese y, como quiere el PP, la renovación sólo fuese posible después de que los españoles "se rindan" de una vez por todas y reconozcan que "se equivocaron" al apoyar en su día mayorías progresistas, la próxima renovación incluiría por nueve años nada menos que a una abrumadora mayoría del total de 12 magistrados (los cuatro cuyo mandato ha vencido, los cuatro cuyo mandato vencerá en 2010, y el relevo del fallecido). Entre ellos, los cuatro del Senado, cámara en la que no sólo el juego de mayorías y minorías es menos proporcional que en el Congreso, sino en la que, además, hemos visto cómo el Partido Popular ha desnaturalizado el cauce establecido por la Ley para posibilitar las propuestas autonómicas, ordenando a sus parlamentarios en todas las Comunidades Autónomas que voten a una misma candidatura sin conexión ninguna ni con los territorios ni con el principio autonómico que se trataba de integrar con el dispositivo previsto.

La consecuencia práctica está al alcance de cualquiera: de acuerdo con los cálculos del PP, una mayoría netamente conservadora tendría garantizada nueve años por delante, ajena a la pauta reglada de renovación pautada, equilibrada y por tercios que cada cuatro años quiere la Constitución para asegurar, justamente, la imposibilidad de un Tribunal Constitucional cuya composición coincida y se subordine sin más a la mayoría electoral reflejada en ambas Cámaras y, por tanto, en el Gobierno.

De ese horizonte dependen, como es evidente, los enjuiciamientos aún pendientes sobre las leyes reformistas en materia de igualdad, derechos civiles y sociales de la anterior legislatura. Semejante escenario nada tiene que ver con el del modelo de Tribunal Constitucional que propugna la Constitución, la misma con la que se llenan la boca muchos de los que nunca acaban de creérsela de veras.

Es mucho lo que está en juego. Cuantos tomamos en serio la Constitución estamos todavía a tiempo de rescatar al Tribunal Constitucional de una pendiente cuyos riesgos para su autoridad y credibilidad exceden lo que hoy podamos acertar a calcular.

Juan Fernando López Aguilar es catedrático de Derecho Constitucional y presidente de la delegación socialista española en el Parlamento Europeo.

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