Barquín en la Gran Vía
El humor negro y el surrealismo provenían quizás de sus raíces hispano-mexicanas
Murió Javier Barquín unos días antes de que se celebrara el centenario de la Gran Vía, escenario y cómplice de sus audaces aventuras como reportero kamikaze en los años ochenta. Ofensor del lector en las páginas de El País Imaginario, suplemento paródico y satírico de este periódico, Barquín publicó sus crónicas, a veces delirantes y siempre geniales, en revistas como La Luna de Madrid y Madrid me mata y colaboró en un puñado de publicaciones, otrora florecientes y hoy desaparecidas. Su ingenio deslumbrante, desparramado, por aquello de la supervivencia, en multitud de tareas periodísticas, se plasmó también en dos novelas y en dos libros de relatos cortos, dejando, en los archivos de su ordenador y en los oídos de sus buenos amigos, infinidad de apuntes y proyectos, generalmente inviables por falta de financiación, guiones para filmes que nunca se rodarán y bocetos de novelas que jamás se publicarán. Hoy, su obra invisible se dispersa en el recuerdo de sus compañeros de aventuras y tertulias. Su nombre no apareció en los obituarios de los medios, terrible sección de la que Javier solía burlarse con sobredosis de humor negro y surrealista. El humor negro y el surrealismo provenían quizás de sus raíces hispano-mexicanas, que afloraron en algunos de sus mejores cuentos, y algunas de sus más felices y certeras ocurrencias y vivencias empiezan a formar parte de la tradición oral en los garitos de Malasaña y de los aledaños de la Gran Vía. (Leo las líneas anteriores y percibo que el artículo está a punto de convertirse en una nota necrológica al uso, lo que significaría una póstuma traición al más leal y entrañable de los amigos y al título que encabeza este artículo. Hablaremos pues de La Gran Vía y de Javier Barquín, de la Gran Vía que Javier Barquín exploró, afrontando graves riesgos para su salud y su integridad en interminables noches e innombrables tugurios).
En el número dos de la revista Madrid me Mata, dedicado íntegramente a la reivindicación y resurrección de la Gran Vía, Oscar Mariné, su director y diseñador, y yo, que figuraba como artista invitado a perpetuidad en sus páginas, publicamos como separata un relato de Javier titulado Feliciano en la Gran Vía, inspiración, resumen y colofón de lo que aquella revista, eminentemente gráfica, quería plasmar en sus imágenes. En los años emergentes de la movida, las nuevas olas y mareas urbanas empezaban a asomarse por las bocacalles de la emblemática y decadente avenida, sacaban brillo a las deslustradas y semidesérticas penumbras de Chicote, se nutrían en modernas y anticuadas cafeterías con nombres de estados de Norteamérica a base de sándwiches y ensaladilla rusa y se diluían en las sombras pecadoras del Sol de Jardines hasta que salía el lucero del alba, como vampiros postmodernos.
El relato de Feliciano comienza en los triunfales años cincuenta. Bombardeada durante la contienda incivil y tomada por los incontinentes vencedores, la Gran Vía, rebautizada en vano como avenida de José Antonio, es la pasarela por la que desfilan el lujo y la opulencia encanallada de los nuevos ricos, encumbrados entre el estraperlo y la corrupción política. Con ellos, "al paso alegre de la paz" desfilan también sus matones endomingados o uniformados. El niño Feliciano, de la mano de su padre, se asoma tímidamente a las aceras de la Gran Vía inaccesible, se mira pero no se toca, se miran los escaparates y las carteleras, las terrazas de las marisquerías y los luminosos de los cabarets. Y el niño Feliciano empieza a alimentar en su interior el irreprimible deseo de hacerse mayor para triunfar en tan deslumbrante escaparate, pasearse en haiga por su amplia calzada y fumarse un habano mientras le lustra los zapatos un limpia probablemente mutilado de guerra del bando perdedor. Con esa idea fija aún en la cabeza, el joven Feliciano viaja a la colonia española de Guinea Ecuatorial y comienza una implacable carrera de negrero explotador de los colonizados. Labrada su fortuna, Feliciano desembarca de nuevo en la Gran Vía de sus obsesiones infantiles para encontrarse con un paisaje muy diferente. Ya no pisan con aplomo sus aceras los ricos y los poderosos y al caer la noche raros especímenes de todas las tribus urbanas y coloniales se despliegan en abanico por una jungla oscura y peligrosa señalizada por los semáforos y los neones chisporroteantes de cabarets de medio pelo y baja estofa.
Así era la Gran Vía que exploraba, con el micrófono o el bloc de notas en la mano, y la cabeza en las nubes, Javier Barquín. Por cumplir con sus audaces tareas radiofónicas, Javier perdió en una madrugada turbia hasta los pantalones a punta de navaja. Sus aventuras noctámbulas no cabrían ni en una de las magnas novelas que casi llegó a escribir.
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