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AQUELLOS AÑOS
Columna
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La gente bien

Siempre he estado de acuerdo con Jorge Manrique, en lo personal, pues si bien ahora vivimos con mayores comodidades y en ambiente más opulento, disfrutando de inventos increíbles, siempre creo que cualesquiera de mis tiempos pasados fueron mejores que esta lista de esquelas, con tan poca gente por delante. Cada día me refugio más en la búsqueda del pasado que en las posibilidades de un futuro del que no podré disfrutar. Estos recuerdos de hace 60 y 70 años les harán comprender de qué hablo. Y estoy sumergido en los años cincuenta del siglo pasado, cuando la mayoría de la población no había nacido. Sigo con las remembranzas de aquel Madrid, como me han pedido en la Redacción.

Es muy posible que uno tienda a maquillar el pretérito y a que los malos tragos, las dificultades, la estolidez ambiental y los indudables padecimientos y contrariedades se difuminen y sobrenade la dulce ventura de un amor, el fugitivo resplandor de un éxito profesional, el espíritu de supervivencia en una ciudad asediada durante tres años, que conoció el hambre y el miedo, que padeció largamente las consecuencias de una demencia colectiva. En aquellos estrenados años cincuenta del siglo XX, Madrid, capital de un país boicoteado por el resto de las naciones, se empeñaba en resurgir. Había hambre, miseria, miedo, represalias pero unas cosas se disimulaban con el orgullo colectivo y otras transcurrían en las horas cenitales, en el despacho de las delaciones, en el arreglo de cuentas, que pareció un relato con final que ahora resucita.

Se veía al conde de Villapadierna, un gigante rubio, novio de bellezas nacionales y exóticas

Madrid no dejaba de ser un pueblo grande en pleno crecimiento. Dos asturianos pasados por La Habana levantaron sendos emporios comerciales, en los que iba llevando la delantera el que ocupó un comercio de telas con el nombre de la calle donde estaba instalado: Sederías Carretas, de la mano de Pepín Fernández, que se trasladó a la plaza del Callao para montar las suntuosas Galerías Preciados, con los adelantos y la diversidad del comercio del que procedían ambos: El Encanto, de la capital cubana. Su rival y primo, Ramón Areces, se hizo cargo de una camisería y sastrería de medio pelo, con el exótico nombre de El Corte Inglés y pronto nos pondría al nivel de los Harrod's londinenses, el Blummensdail americano; los Printemps, Monoprix y La Samaritaine parisienses... Hubo precedentes, ya mencionados: Madrid París y otras macrotiendas que se iban apoderando del comercio, con precio fijo y sin fianzas.

Ciudad aún pequeña podría presumirse de conocer a todo el mundo. Entre el género masculino destacaban jóvenes que habían tomado parte en la guerra, desde el bando vencedor, aviadores de la escuadrilla de García Morato que, en lugar de puestos en sindicatos o en la creciente burocracia, utilizaban su reciente pasado procurando hacer negocios y empresas nuevas. Trabajaban de día, y por las noches daban lustre a los lugares de diversión, los bares, los cabarets, que habían perdido la acritud pornográfica por exigencias de la censura. Imposible recordarles a todos, pues, por mi edad, apenas podía acercarme a ellos: uno de los centauros de aquellas veladas era Chiquito, hombre bien parecido, atlético, simpático, creo que tenía una farmacia o un laboratorio pero su imagen estaba unida a la Harley Davidson con la que caracoleaba entre la Gran Vía y Serrano. De su pandilla eran los hermanos Pombo, como tantos, prematuramente huérfanos de guerra, con la disposición de considerables fortunas. Julio Polo, espécimen del "acreditado deportista", corredor de bólidos en los circuitos mundiales, donde también se veía al conde de Villapadierna, un gigante rubio, compañero sentimental de las bellezas nacionales y exóticas que pasaban por aquí. Carlos San Miguel, campeón amateur de rugby, hombre flemático y bondadoso. Algunos fueron artistas del naciente cine, guardando los lazos de camaradería de la guerra, que era lo que mantenía unida a parte de aquella juventud que se encontró en el lío sin saber bien por qué.

Formaban parte -había muchos más- de la clientela de los locales nocturnos, Villa Rosa, al final de López de Hoyos, un cabaret en las afueras, émulo del Tropicana habanero, del Lido de París, del nostálgico Salón Kitty. El vasito de tinto que se tomaba el honrado cajista o el albañil, se transformaba en la profusión de bares americanos y no en balde Perico Chicote había abierto su local y vulgarizado los cóctails, sustitutos de coñac con sifón, llamado por los cursis higball o el más adelantado martini con ginebra. Del boniato apenas se acordaba nadie en los entrados años cincuenta. Queda tela por cortar.

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