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El cónsul de Jaime Matas

En nuestra memoria visual subsiste la vívida imagen del rostro desencajado de Mario Conde, la mirada perdida de Javier de la Rosa cuando muerde un bocadillo de mortadela en su celda de la cárcel Modelo, la pesadumbre de Luis Roldán rezongando entre los guardias civiles que lo arrastran hacia España, la demacrada desnutrición con que un espantado Francisco Correa se mete en la cárcel.

Un solo golpe de mala fortuna ha turbado su vanidosa apariencia y el vértigo por la gloria perdida les lleva a imitar sin decoro la mímica del arrepentimiento. En estos dolorosos momentos el instinto de los mamíferos aconseja inspirar la lástima que puede salvarlos de lo peor. Pero al mismo tiempo, los procesados adoptan ese estupor del inocente acusado en falso. La habilidad para encarnar estas incompatibles presunciones -inocencia y arrepentimiento- es la que les permitirá cultivar una vaga esperanza.

El mandato de Matas ha sido un penoso festín de corrupción política y el foco de una epidemia amoral
Hay más de 40 altos cargos procesados o ya condenados

La apenada desesperación del poderoso cogido en falta no logra rebajar la condena final, pero lo cierto es que, salvo los etarras que patean el cristal de su jaula blindada, la mayoría de los acusados confía en encontrar un resquicio de ternura en la toga de sus jueces. Es la última ilusión que les presta esa humanidad súbitamente reencontrada.

Al que fue ministro de José María Aznar y presidente de la comunidad balear, Jaime Matas, el juez José Castro y los fiscales Pedro Horrach y Juan Carrau lo acusan de prevaricación administrativa, malversación de caudales públicos, simular expedientes de contratación, blanqueo de capitales, delito electoral, fraude a la Administración, cohecho y recibir sobornos. Sin embargo, su comparecencia ante el juez ha sido la puesta en escena de un guión inédito en la historia judicial.

Sin el más mínimo atisbo de duda en su semblante irritado, con un tono displicente y urgido por la indignación, adoptando su célebre postura de hombre de mundo y sentado frente a un juez al que no debe ninguna inflexión de cortesía, Jaime Matas expuso durante 15 horas los argumentos de una defensa absurda, increpó a los fiscales y sin rubor descargó la culpa de lo cometido durante sus cuatro años de gobierno sobre la espalda de los que, con impaciente desdén, llama "subalternos".

Nada que pueda sorprender a las víctimas habituales de su despótico mandato (funcionarios honestos, empresarios desafectos y periodistas incisivos han conocido sus arrebatos de furia y mala educación), pero el enfado del que hizo gala ante el juez obliga a formular un enigmático interrogante: ¿cómo puede desconocer Jaime Matas la gravedad de su situación?

Los que recuerdan su paso como funcionario por la Consejería de Economía y Hacienda (cuando vendía con descuento a sus compañeros de oficina los televisores del negocio familiar) no pueden comprender cómo se transformó aquel tímido muchacho en el osado polifemo que hoy vocifera contra todos. Pero en su impetuosa carrera han sido muchos los indicios que anunciaban el estrépito de su insaciable voracidad. Entre ellos destaca la cita que pronunció en una inolvidable sesión parlamentaria: "No son los políticos corruptos, sino la sociedad la que está enferma". La frase adquirió en sus labios una significación sarcástica muy distinta a laque imaginaba el filósofo Aranguren. En lugar de ser un diagnóstico para renovar el liderazgo de la moralidad pública, la frase liberó una ansiedad tan virulenta como su complejo de inferioridad.

Después de adiestrarse como ministro en la cosmópolis madrileña, saboreando ese estilo de arrogancia y lujo que distingue a los triunfadores, Jaime Matas regresó a la isla, ganó las elecciones, se apoderó del partido, del Gobierno, de las instituciones, de las corporaciones empresariales, de las cámaras de comercio y de los clubes selectos, reclutando a los que quisieron integrarse en su nómina de cronistas, analistas, locutores, abogados, arquitectos, constructores o simples artesanos de esa avaricia que al fin encontraba el auspicio de la protección gubernamental. La red de cómplices para violentar reglamentos, falsificar actas y cobrar comisiones se expandió y cada vez fueron más los atrevidos animados por el ejemplo presidencial. Más de 40 altos cargos procesados o ya condenados son el balance inicial de este descarriado ejercicio de impunidad.

Las ínfulas de Matas ante el juez son un incomprensible alarde de franqueza, si se tiene en cuenta que al perder las elecciones autonómicas de 2007 abandonó a los suyos, huyó a Washington y renunció al privilegio del acta parlamentaria.

Cuando fue citado a declarar ya había perdido el respaldo de Mariano Rajoy y poco después, ya sin pasaporte, al confirmarse la fianza de los tres millones de euros que desembolsó en los juzgados, se vio obligado a darse de baja como militante del Partido Popular. Admitió sin sonrojo haber cometido un grave delito fiscal y no le importó reconocer que había manejado medio millón de euros en metálico para sus gastos generales. ¿De dónde saca Jaime Matas tan descabellada desenvoltura?

Creerse invulnerable en los juzgados, resistir sin temblar la acusación de los fiscales, requiere sentirse protegido por una fuerza superior; o carecer del más elemental sentido de la realidad. Es probable que a Matas le baste contar con la simpatía militante de esos círculos que siendo presidente le prestaron su más poderosa arma de amedrentamiento social: la difamación. Jaime Matas la utilizó contra jueces, fiscales y policías, y contra los periodistas y adversarios ocasionales que le plantaron cara. Alentados por la promesa de nuevos privilegios y negocios, los círculos afines de mallorquines exquisitos, enarbolando su tradicional complejo de superioridad, se prestaron como corifeos de su capricho, emitieron sus anatemas, lanzaron sus amenazas y esparcieron la bazofia que pudiera desacreditar a sus enemigos.

El mandato de Matas no sólo ha sido un penoso festín de corrupción política, sino el foco de una epidemia amoral que ha corroído a sus compinches y arruinado la compostura de una sociedad podrida por el más encarnizado de sus políticos. Incapaz de discernir la diferencia entre el bien y el mal, la conciencia anestesiada de sus cómplices sociales, inmunes a la vergüenza y ajenos al pudor moral, pasará a la historia española de la infamia como el más putrefacto de los episodios nacionales.

A pesar del abrumador relato consignado en el auto del juez José Castro, la sociedad mallorquina permanece consternada. Desorientada, no sabe cómo interpretar la aparición de Jaime Matas en la televisión pública balear (ante una periodista complaciente tildó al juez, a los fiscales y a la Guardia Civil de "mentirosos"), no entiende los silencios del fiscal jefe de Baleares Bartolomé Barceló, ni sabe descifrar la crónica publicada hace unas semanas por El Periódico de Catalunya. Haciéndose eco de las leyendas que rastrean el origen de la ambición de Matas, el periódico cuenta la visita del presidente a la mansión de su íntimo amigo Juan Buades, cónsul de Luxemburgo y abogado vinculado a la millonaria operación de compraventa del famoso palacete. El cónsul dio una opípara cena en su residencia y enseñó a Jaime Matas su amplio ropero vestidor, con su colección de camisas, trajes, zapatos y corbatas. Al parecer, fue decisivo el impacto que esta deslumbrante visión tuvo en la apresurada carrera que llevó a Jaime Matas a estrenar en plena legislatura una casa que, por fin, superaba en categoría a la de su abogado.

Basilio Baltasar es escritor y director de la Fundación Santillana.

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