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Columna
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Complicidades

El vicepresidente del Gobierno de la Generalitat, Josep Lluís Carod Rovira, se quejaba un par de semanas atrás en una entrevista con Josep Cuní de que, a su juicio, hubiera existido "un grado modesto de complicidad, por parte de los medios de comunicación, hacia lo que es el talante y la obra del actual Gobierno tripartito", y añadía que una porción de la ciudadanía no ha aceptado nunca como "normal y natural" el cambio político operado en la Generalitat desde diciembre de 2003.

Posiblemente, Carod tenga razón. Aunque, si ensanchamos la perspectiva histórica, tanto y más podría afirmarse que, a partir de la primavera de 1980, selectos y significativos sectores de la sociedad catalana percibieron la llegada de Jordi Pujol a la presidencia como un percance incomprensible, una anomalía que había violado la naturaleza progresista de Cataluña, y vieron en la larga permanencia del líder convergente en el poder un interminable caso de intrusismo, casi de okupación ilegítima. Desde entonces y hasta 2003, influyentes medios periodísticos profesaron a los gobiernos de Pujol y a este en persona una hostilidad de la que las hemerotecas guardan lato testimonio. Sin embargo, nadie consideró esas circunstancias -comunes en democracia- ni un atenuante ni un agravante para los fracasos o los éxitos de aquella Administración.

Si el tripartito ha padecido déficits de complicidad, estos se localizan mucho más dentro que fuera de sus filas

A mi entender, si el tripartito ejerciente a lo largo de la actual legislatura ha padecido déficits de complicidad, estos se localizan mucho más dentro que fuera de sus filas. La lista está en la memoria de cualquier lector de diarios, desde el desencuentro entre los tres socios alrededor de la Ley de Educación hasta los dardos lanzados por el ecosocialista Boada y el republicano Puigcercós contra el socialista Castells a raíz del colapso eléctrico que siguió a la nevada de marzo, pasando por las divergencias ante ciertas actuaciones polémicas de los Mossos d'Esquadra.

Pero ha sido al instalarse la política catalana en un escenario ya descaradamente preelectoral cuando la falta de complicidad, la tendencia de quienes siguen gobernando juntos a des-solidarizarse de la fórmula que les permite hacerlo, han quedado a la vista con más crudeza. Comenzó hace semanas la ministra Carme Chacón declarando: "Esta vez, el PSC debe conseguir que el presidente Montilla lo sea en solitario". Más o menos por las mismas fechas el consejero republicano Josep Huguet sugería, para la próxima legislatura, un Gobierno CiU-PSC-ERC con exclusión explícita de Iniciativa. Y mientras esta última formación se quedaba sola glosando las virtudes salvíficas del pacto de izquierdas, el presidente Montilla hacía saber que su objetivo ideal no era "ni la sociovergencia ni el tripartito". El pasado lunes fue todavía más explícito, al poner entre interrogantes el deseo de los socialistas de reeditar el acuerdo con ERC e ICV. "Puede ser que se sume y no haya Gobierno tripartito", afirmó.

Naturalmente, se trata de maniobras tácticas, de mensajes sugeridos por los spin doctors de turno, con la calculadora electoral en una mano y los sondeos en la otra. Estoy convencido de que si, tras el escrutinio del próximo otoño, PSC, Esquerra e Iniciativa alcanzan o rebasan los 68 escaños, formalizarán un tercer tripartito bajo la presidencia de José Montilla. Pero lo significativo del caso es que, al prepararse para comparecer ante los electores, dos de los tres partners se distancien o incluso renieguen de la receta que ellos mismos inventaron. Lo hacen porque temen que enarbolarla les perjudicaría en las urnas. Lo hacen porque admiten que la del tripartito no es una successful history, sino más bien todo lo contrario.

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En política, como en la guerra, el éxito tiene siempre muchos padres, mientras que el fracaso es huérfano. Hoy, en Cataluña, nadie más que Iniciativa proclama su parentesco con el tripartito, porque sabe que sólo a través de él puede heredar, pese a las hieles, las mieles de alguna consejería.

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