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Columna
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Asoma la publicidad

Escalando penosamente la década de los cuarenta entra la capital en un ritmo de recuperación y consumismo acelerado. Nos conformábamos con siete u ocho diarios. Franco había prohibido la totalidad, conservando únicamente Abc, porque no dejó de publicarse en Sevilla, zona nacional. El resto eran nuevas cabeceras adictas y ni siquiera pudo salvarse el emblemático derechista El Debate, pese a imaginables presiones. Le sustituyó su delfín, el Ya, que salía como diario de la mañana, cuando nació vespertino. Este proceder tuvo un seguimiento exacto en Francia. De Gaulle proscribió los cotidianos de nueva planta y creo que sólo se salvó Le Figaro; el resto, incluido Le Monde, fueron novedades.

Era familiar el perfil bigotudo del reclamo de ropa interior varonil del Doctor Rasurel

Aparecían, a primera hora, Abc, Ya, Arriba y durante un tiempo El Alcázar; por la tarde, Madrid, Informaciones y Pueblo. Pese al propósito de no conceder otra autorización, se hizo una excepción con el gran escritor, periodista y persona excelente, Víctor de la Serna Espina, que fundó La Tarde, pero sus dotes literarias no iban acompañadas del sentido empresarial suficiente y desapareció entre las garras de los acreedores de materias primas, salarios y demás.

Arriba era el exponente intelectual del régimen, estaba bien hecho y escrito, colaboraron las mejores plumas, pero los lectores se aburrieron del permanente y casi insoluble crucigrama que eran los editoriales, siempre dirigidos contra alguien y en virtud de las frecuentes y enconadas luchas clandestinas en el seno de la dictadura. Germanófilos incondicionales la mayoría, Informaciones esperaba la victoria nazi, incluso después del suicidio de Hitler en su búnker. Para quitarme de en medio -pese a mi insignificancia- me enviaron a Budapest y mis crónicas deberían aparecer en Arriba y las que quisieran publicar los periódicos de la Prensa del Movimiento, pero, aunque apenas trataba de temas políticos y de la guerra, por causa de la censura exterior e interior algunos fueron a la papelera si se atisbaba crítica al nazismo. De allí fui a parar al aliadófilo Madrid, más que por elección propia porque fue el que acogió mis crónicas en la Europa central.

Primero en la prensa, desde los anuncios al final del siglo XIX y luego, avasalladoramente, en la radio, asomó el gran Leviatán, la publicidad que iba a gobernar la vida de todos. Como escribo de memoria, quedarán fuera muchos datos y referencias, pero recuerdo, en el aparato de galena, antes de 1936, las emisiones de Unión Radio, ahora la SER, y Radio España, que machacaban al oyente con multitud de recomendaciones. En casa, los varones mortificábamos a nuestras hermanas al descubrir que tomaban Pilules Orientales, un producto para el crecimiento de los senos. Se ha reactualizado, con una mutilación, el famoso Ceregumil Fernández, que ha perdido el apellido; las pastillas Juanola, a cuyo último propietario del apellido tuve el gusto de conocer; los calomelanos; las pastillas del Doctor Gustin; el laxen busto; el odiado aceite de hígado de bacalao y el de ricino, remedios hediondos, sustitutos de las sanguijuelas y las ventosas, que conocí en el curso de una bronquitis infantil.

Era familiar el perfil bigotudo del reclamo de ropa interior varonil del Doctor Rasurel, los emplastos de Sor Virginia, la propaganda de los balnearios que hacían populares las localidades de Alhama, Archena, Panticosa, Cestona, Solares... Los anunciantes recurrían a los poetas y llegaba a saberse quién era el autor de las letras de muchos repetidos anuncios. Hoy podría canturrear casi íntegro el chotis de las Peleterías El Pekan y la Dalia, proclamadas las mejores de Madrid: "Pero, sin embargo / tiene precios reducidos / por lo cual la Greta Garbo / sus encargos hace allí", lo cual habría que poner en duda.

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Los grandes almacenes le comían el terreno a la tienda del barrio. "Si no lo veo, no lo creo, ¡pero qué barato venden los Almacenes San Mateo!", rivalizaba con los Almacenes Simeón, los Calzados Segarra, los Cafés La Estrella y descubrimientos propagandísticos como el gigante que anunciaba por las calles, subido en altos zancos, la Sastrería Flomar.

El descanso de los madrileños era irse a la sierra y, por el camino, en las grandes piedras lisas junto a la carretera, un eslogan afortunado. No recuerdo si fue el humorista Tono quien, tras una operación de cálculos de riñón, exageraba comentando que en uno de ellos se podía leer: "Ulloa Óptico. Carmen, 14", que se metía por los ojos del excursionista. Seguiremos...

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