Añoranzas
Quien, tras una larga peripecia en años, está dispuesto a seguir viviendo, es muy posible que lo esté también a redimir lo vivido de manera absoluta. Si me aprecio tal y como soy, quizás acceda a algún pequeño retoque en mi trayectoria, pero acabaré rechazando casi con seguridad cualquier cambio que hubiera modificado el resultado, esto es, éste que soy, rechazo que alcanzará incluso a la recusación de lo infame. Idealizamos nuestro pasado, y hasta edulcoramos sus aspectos más tenebrosos como ritos de paso para nuestro autosatisfecho presente. En ellos se funda nuestra victoria, y también, y esto es lo más importante, el edificio de nuestra intimidad, que ha sabido extraer su fuerza de sus propios secretos. ¿Qué hubiera sido de nosotros si nos hubieran enseñado a masturbarnos?, ¿seríamos ahora realmente el que somos?
Lo pregunto porque, al igual que Mario Vargas Llosa en su artículo del pasado domingo, también yo podría oponer mis reparos a determinadas campañas de educación sexual en las escuelas. "La masturbación", dice Vargas Llosa, "no necesita ser enseñada, ella se descubre en la intimidad y es uno de los quehaceres humanos que funda la vida privada". Descubrimiento gozoso, sin duda, pero también culpable, razón por la que tiene que ser recluido en su propio secreto. Pero quizá la intimidad no sea otra cosa que nuestro diálogo incesante con nuestros propios sentimientos culpables, acaso una experiencia básica que funda ese diálogo entre yo y yo mismo que, según Hannah Arendt, constituye el núcleo del pensar y también de la conciencia moral. Lo que a Vargas Llosa más le preocupa, sin embargo, es la trivialización del sexo que pueden acarrear ese tipo de enseñanzas, con la consiguiente pérdida para el erotismo y el amor. Que la retórica del sexo y la del amor están cambiando es algo evidente, pero tal vez nos falte aún perspectiva para valorar sus consecuencias. ¿Podrán las terapias del sexo dar paso a una concepción del amor aún más humanizada?
Vargas Llosa reconoce que en su niñez los padres salesianos les asustaban con el espantajo de que los "malos tocamientos" producían ceguera, etc. Una experiencia que no debió de conocer Jon Juaristi, quien, también el pasado domingo en ABC, nos regaló un artículo sabroso. En él afirma que más que los curas pederastas le preocupa la conversión de la pedagogía en pederastia a cargo del Estado y rechaza cualquier tipo de educación sexual a cargo de éste. Agradece, además, que los curas de su infancia no pretendieran educar su sexualidad en absoluto, tarea que corrió a cargo de la horda viril, que nunca le defraudó, y le ayudó a adquirir ciertas virtudes cardinales que echa en falta en la España de hoy. Bien, podríamos hablar de las hordas viriles de antaño, y seguro que hasta disfrutábamos con ello. Pero que el púlpito no le educara es algo que me cuesta creerlo. En la soledad del placer y su condena, las hordas sólo podían ser eso, hordas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.