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Columna
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Dejad trabajar a los jueces

La semana pasada el Congreso rechazó la toma en consideración de las dos proposiciones de ley presentadas por CiU y por ERC para reformar la norma reguladora del Tribunal Constitucional (TC) con el propósito de limitar la continuidad en sus cargos -hoy por hoy indefinida- de los magistrados cuando su mandato preceptivo de nueve años haya vencido. Los cuatro magistrados que fueron elegidos en 1998 por el Senado -incluida su actual presidenta- han disfrutado ya de una prórroga de dos años y tres meses por la incapacidad de los grupos del PSOE y del PP en la Cámara alta para ponerse de acuerdo sobre los nombres de los candidatos sustitutos. La plaza de otro juez designado en 2001 por el Congreso y fallecido en mayo de 2008 no ha sido cubierta a causa de la misma razón.

Socialistas y populares sabotean en el Congreso la reforma del Tribunal Constitucional

Aunque las proposiciones de CiU y ERC no solucionaban de manera completa el bloqueo de las renovaciones provocado por el incumplimiento de los deberes constitucionales obligatorios para los grupos parlamentarios socialista y popular (sería necesaria una mini-reforma constitucional para conseguirlo), tenían el mérito de plantear el problema y de sugerir una fórmula de arreglo: la limitación a seis meses de la prórroga en el ejercicio de sus funciones de los magistrados cesantes. Si los portavoces del PSOE y del PP no hubiesen impedido -como guardias jurados de una finca de caza propiedad en condominio de los dos partidos- la toma en consideración de ambas iniciativas, tal vez el debate posterior habría engendrado nuevas propuestas.

Es bien sabido que la hipocresía inspira las actitudes de los dirigentes de los partidos respecto a la justicia, una institución ante cuyo retablo hacen sumisas reverencias pero tratan siempre de manipular. El llamamiento a que la opinión pública calle y deje trabajar en paz a los jueces cuando los conflictos llegan a los tribunales es un latiguillo habitual de los políticos si se sienten amenazados -en el poder o la oposición- por alguna futura resolución judicial. "Es la hora de los jueces", suele pontificar la vicepresidenta Fernández de la Vega. Pero esas manifestaciones de humilde acatamiento suelen ir acompañadas de soterradas presiones sobre los jueces y de escandalosas campañas intimidatorias en los medios de comunicación. Sirvan de ejemplo las operaciones puestas en marcha por el PP durante las últimas semanas en cuatro sumarios -el caso Camps, el caso Gürtel, el caso Garzón y el caso Bárcenas- íntimamente conectados entre sí.

En el caso del TC, los partidos ni siquiera necesitan actuar desde fuera: cuentan dentro de la casa con gente dispuesta a complacerles. El procedimiento de designación de los 12 miembros del TC distribuye la capacidad de nombramiento entre los tres poderes del Estado: ocho magistrados corresponden al Poder Legislativo (el Congreso y el Senado a partes iguales) y dos al Poder Judicial (a través de su Consejo General); los dos reservados al Poder Ejecutivo corren a cargo del Gobierno. Ese sistema de reclutamiento convierte el TC en dominio exclusivo de socialistas y populares por el peso de sus votos electorales: ambos partidos se alternan al frente del Gobierno desde 1982, en tanto que sus grupos parlamentarios (que ocupan las 4/5 partes del Congreso y el Senado) resultan imprescindibles para reunir los 3/5 de escaños requeridos para elegir los 20 vocales del Consejo del Poder Judicial (CGPJ) y los 12 magistrados del TC.

Aunque la Constitución de 1978 daba por descontado que los partidos respetarían el criterio de probada independencia y reconocida competencia exigidos a los magistrados del TC, la historia del alto tribunal está dominada -salvo en su etapa inicial y con honrosas excepciones posteriores- por la sectaria aplicación de ese procedimiento para conseguir la disciplinada lealtad de los candidatos electos a sus padrinos políticos.

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El reverso de ese oligopolio compartido por el PSOE y por el PP sobre el Constitucional es la capacidad de cualquiera de los dos partidos -los populares son los boicoteadores por antonomasia- para sabotear dolosamente la renovación del TC (y del CGPJ) siempre que lo estimen favorable a sus intereses partidistas. De ahí que el veto de ambos grupos a las proposiciones de CiU y ERC para erradicar ese bloqueo no haya sido más que un miserable ejercicio de matonería política. En cualquier caso, los dos grandes partidos de ámbito estatal deberían ser conscientes de que sus manipulaciones y ventajismos han situado al TC en una situación límite: la eventual quiebra de esa institución crucial para nuestro sistema político podría arrastrar en su caída a todo el Estado de derecho.

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