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Columna
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Abusos

A la Iglesia le ha dado por distinguir entre efebofilia y pedofilia. Ignoro el rigor de esa distinción, que establece como límite entre ambas afecciones la edad púber, y cuyos efectos legales deben de ser nulos. La efebofilia consistiría en la atracción por adolescentes menores del mismo sexo, mientras que en la pedofilia la atracción iría dirigida a niños impúberes. La distinción creo que trata de atemperar el escándalo suscitado por los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. La Iglesia alega que el 60% de esos abusos serían casos de efebofilia y que sólo un 10% de ellos podrían ser considerados casos estrictos de pedofilia. El resto de los abusos denunciados afectaría al mundo femenino -¿nínfulas, tal vez?-, con lo que el balance definitivo blanquearía de alguna manera la gravedad de las acusaciones vertidas. No sé en qué edad se puede fijar el límite de la pubertad -¿en los 12 años?-, pero que un 10% de los casos (un 15% en EEUU con menores de 10 años) afecte a niños de esas edades quizá sólo consiga que el desglose acentúe nuestra repugnancia en lugar de atenuarla.

¿Por qué este escándalo cuando es sabido que los delitos de pedofilia los cometen personas de todas las condiciones y de todas las profesiones, no sólo los sacerdotes, y que la mayoría de las veces son intrafamiliares? ¿Por qué ahora, cuando la mayoría de los casos denunciados se remontan a 30 o 40 años atrás? La Iglesia puede objetar la existencia de una especie de complot contra ella con unos objetivos determinados, pero el escándalo, más que a la extensión de los casos y a su naturaleza, responde a la propia actuación de la Iglesia ante ellos. La Iglesia católica predica una moral sexual muy estricta, lo que no es obstáculo para que algunos de sus sacerdotes puedan pecar con actuaciones contrarias a lo que predican. No reside por tanto ahí la gravedad del asunto. Lo grave está en que la jerarquía eclesiástica ha encubierto una realidad que le era conocida, lo que quiere decir que la ha consentido. El pecado nefando, lo que no tenía nombre, la enfermedad, ha sido considerado pecata minuta con tal de salvar un bien mucho más preciado: el celibato.

¿Acabaría la supresión del celibato obligatorio con esas debilidades que ahora se denuncian? Probablemente no, porque el efebófilo lo seguiría siendo aun casado y con prole. Pero el celibato posee otra carga, vamos a decir que morbosa, y que desaparecería con su supresión: la de atraer, como ha señalado el prelado Hans-Jochen Jaschke, "a personas que poseen una sexualidad anormal (sic) y no pueden integrar la sexualidad en sus vidas". Si, además, la Iglesia contribuyera a normalizar esas tendencias "anómalas", es decir, a no considerarlas tales, podría darse el caso de que los supuestos efebófilos, pedófilos y ninfulófilos dejaran de serlo y desarrollaran su vida sexual con personas maduras. Si esto está sucediendo ya en otras confesiones cristianas, ¿por qué no en la católica?

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